domingo, 24 de junho de 2018

História de um alemão

Trechos de História De Um Alemão: Memórias 1914-1933 (1940), de Sebastian Haffner.


El estallido de la Primera Guerra Mundial, con el que la etapa consciente de mi vida comenzó de golpe y porrazo, me pilló como a la mayoría de europeos: en plenas vacaciones de verano. Lo diré de entrada: la frustración de estas vacaciones fue la peor consecuencia que toda la guerra pudo tener en mi persona.

Aquel primero de agosto de 1914 acabábamos de decidir no tomarnos en serio todo aquello y quedarnos disfrutando del veraneo. Estábamos en una finca muy recóndita, situada en Pomerania Ulterior, entre bosques que yo, un pequeño escolar, conocía y amaba como ninguna otra cosa en el mundo.

- - -
Durante los días previos habían sucedido cosas inquietantes. El periódico traía algo inexistente hasta entonces: titulares. Mi padre lo leía durante más tiempo que de costumbre; al hacerlo, mostraba un semblante preocupado e insultaba a los austríacos cuando terminaba de leer. En una ocasión el titular decía: «¡Guerra!». Yo oía constantemente palabras nuevas cuyo significado desconocía y pedía que me explicaran con un montón de rodeos: «ultimátum», «movilización», «alianza», «entente». Un mayor que vivía en la misma finca y con cuyas dos hijas yo estaba en pie de guerra recibió de pronto un «mandato», otra de esas palabras nuevas, y partió aprisa y corriendo. También uno de los hijos de nuestro hostelero fue llamado a filas. Todos corrieron unos metros tras el carruaje de caza que le conducía a la estación y gritaron: «¡Sé valiente!», «¡Cuídate!», «¡Vuelve pronto!». Uno exclamó: «¡Machaca a los serbios!», ante lo cual yo, pensando en lo que mi padre solía manifestar tras leer el periódico, grité: «¡Y a los austríacos!». Me quedé muy sorprendido al ver que todos se echaron a reír.

- - -
Es sabido que por aquel entonces no existía la radio aún y el periódico llegaba a nuestros bosques con veinticuatro horas de retraso. Además traía mucha menos información de la que suele venir hoy en los diarios. Los diplomáticos de entonces eran mucho más discretos que los de ahora...

- - -
Jamás olvidaré aquel primero de agosto de 1914, y el recuerdo de ese día siempre me provocará una profunda sensación de tranquilidad, de tensión aliviada, de «todo irá bien». Así de extraña puede resultar la «experiencia de la historia».

- - -
No tenía ni idea de que fuera posible mantenerse al margen de aquella locura festiva generalizada. Ni de lejos se me pasó por la cabeza la idea de que pudiera haber algo de malo o peligroso en una cosa que causaba una felicidad tan obvia y regalaba aquellos estados de alegre embriaguez tan poco frecuentes. El caso es que, por aquel entonces, para un niño que viviese en Berlín una guerra era, evidentemente, algo en extremo irreal: tan irreal como un juego. No había ataques aéreos ni bombas. Había heridos, pero sólo a distancia, con vendajes pintorescos. Teníamos a familiares en el frente, eso es cierto [...]. Lo que era realmente duro y sensiblemente desagradable no contaba demasiado. ¿Que la comida estaba mala?, pues bueno. Más adelante también fue escasa.

- - -
De niño fui de hecho un entusiasta de la guerra, del mismo modo que es posible ser un entusiasta del fútbol. [...] Yo no odiaba a los franceses, ingleses ni rusos, del mismo modo que los seguidores del Portsmouth no «odian» a los del Wolverhampton. Naturalmente que deseaba que fueran derrotados y humillados, pero era sólo porque representaban la otra cara inevitable de la victoria y el triunfo de mi equipo. Lo importante era la fascinación que ejercía el juego de la guerra: un juego en el que, según reglas secretas, el número de prisioneros, los territorios invadidos, las fortalezas conquistadas y los barcos hundidos desempeñaban aproximadamente el mismo papel que los goles en el fútbol o los «puntos» en el boxeo. No me cansaba de organizar interiormente tablas de clasificación. [...] Era un juego oscuro, secreto, que poseía un encanto infinito y vicioso que extinguía todo lo demás, anulaba la vida real y tenía un efecto narcótico como la ruleta o el opio.

- - -
El alma colectiva y el alma infantil reaccionan de forma muy parecida. Los conceptos con los que se alimenta y se moviliza a las masas nunca serán lo suficientemente infantiles. Para que las verdaderas ideas se conviertan en fuerzas históricas capaces de influir a las masas en general se han de simplificar primero hasta el punto de que las pueda comprender un niño.

- - -
De toda la generación que estuvo en el frente han salido pocos nazis auténticos [...]. Los eternos combatientes, quienes a pesar de todos los horrores encontraron en la realidad de la guerra su forma de vida y siguen haciéndolo aún hoy, y las eternas «existencias fracasadas», aquellos que precisamente vivieron y viven el terror y la destrucción causados por la guerra con júbilo, como una especie de venganza contra una vida que les viene grande. [...] La auténtica generación del nazismo son los nacidos en la década que va de 1900 a 1910, quienes, totalmente al margen de la realidad del acontecimiento, vivieron la guerra como un gran juego.

- - -
En las tiendas en las que hacía cola para comprar sucedáneos de miel y de leche desnatada -mi madre y la criada no daban abasto con todo ellas solas, así que también yo tenía que guardar cola de vez en cuando-, oía a las mujeres quejarse y pronunciar palabras malsonantes dando muestras de una gran disconformidad. No siempre me contentaba con escuchar: en ocasiones alzaba sin miedo mi voz infantil, aún bastante aguda, y peroraba sobre la necesidad de «resistir». La mayoría de las veces las mujeres primero reían, luego se sorprendían y, de cuando en cuando, lograban conmoverme volviéndose inseguras e incluso apocadas. Yo abandonaba victorioso el campo de batalla dialéctico, balanceando absorto un cuarto de litro de leche desnatada... Sin embargo, los partes de guerra no iban a mejorar.

Y entonces, a partir de octubre, empezó a avecinarse la revolución. Ésta fue preparándose poco a poco, como la guerra, con palabras y conceptos nuevos que de repente zumbaban en el aire y, lo mismo que la guerra, al final la revolución llegó casi por sorpresa.

- - -
El estallido bélico, a pesar de las terribles secuelas, estuvo asociado para la mayoría a unos días inolvidables de máxima exaltación y vida intensa, mientras que la Revolución de 1918, que fue en definitiva la que trajo la paz y la libertad, en realidad dejó recuerdos sombríos a casi todos los alemanes. Este contraste tuvo un efecto funesto sobre toda la historia alemana que estaba aún por llegar. Tan sólo la circunstancia de que la guerra hubiese estallado cuando hacía un tiempo de verano magnífico y la revolución surgiera bajo la niebla húmeda y fría de noviembre fue un duro handicap para esta última. Probablemente esto sonará ridículo, pero es cierto. Los republicanos pudieron comprobarlo por sí mismos más adelante [...] Noviembre de 1918: aunque la guerra estaba acabando, las mujeres recuperaron a sus maridos y los maridos sus vidas; es curioso que a esta fecha no vaya unido ningún regusto festivo, sino todo lo contrario: una sensación de malhumor, derrota, miedo, tiroteos absurdos, confusión y encima mal tiempo.

Personalmente no me di mucha cuenta de la verdadera revolución. El sábado el periódico anunció que el káiser había abdicado. En cierto modo me sorprendió que viniera tan poca información. Sólo se trataba de un titular y durante la guerra los había visto mucho más grandes.

- - -
Bastante más estremecedor que el titular «El káiser abdica» fue el hecho de que el domingo el periódico Tägliche Rundschau se llamó de repente Die Rote Fahne. El cambio había sido impuesto por unos revolucionarios que trabajaban en la imprenta. Por lo demás el contenido había sufrido pocas modificaciones y, al cabo de unos días, el periódico volvió a llamarse Tägliche Rundschau. Un leve rasgo que no deja de ser simbólico en cuanto a la Revolución de 1918.

Aquel domingo fue también la primera vez que oí un tiroteo. Durante toda la guerra jamás había escuchado ningún disparo. Pero ahora, como la guerra estaba finalizando, en Berlín empezaban a disparar. Estábamos en uno de los cuartos interiores, abrimos las ventanas y escuchamos lejana pero claramente el fuego entrecortado de unas ametralladoras. Me sentí angustiado. Alguien nos explicó cómo sonaban las ametralladoras ligeras a diferencia de las pesadas.

Especulamos sobre el tipo de combate que estaría librándose. El tiroteo procedía de la zona de palacio. ¿Acaso la guarnición de Berlín estaba oponiendo resistencia en contra de lo esperado? ¿Tal vez la revolución no estaba resultando tan fácil como parecía?

- - -
Se había tratado de un tiroteo bastante absurdo entre varios grupos revolucionarios, cada uno de los cuales se arrogaba el derecho de ocupar las caballerizas. No había ni rastro de la menor resistencia. Era evidente que la revolución había triunfado.

Por otra parte, ¿qué significaba aquello? ¿Al menos un estado de caos festivo, todo patas arriba, aventuras y anarquía colorista? Nada de eso. Es más, aquel mismo lunes el más temido de nuestros profesores, un tirano colérico que revolvía sus ojillos maliciosos, explicó que «aquí», es decir, en el colegio, sí que no había habido ninguna revolución, que allí seguía imperando el orden y, para corroborarlo, puso a algunos alumnos sobre el banco -aquellos que habían destacado especialmente mientras jugábamos a la revolución durante el recreo- y les propinó una buena y significativa tunda. Todos los que asistimos a la ejecución de la pena tuvimos la oscura impresión de que aquello era un símbolo que auguraba algo peor y de mayor envergadura. Algo fallaba en la revolución si, ya al día siguiente, en el colegio pegaban a los chicos por jugar a sublevarse. Una revolución así no podía llegar a ninguna parte. Y, efectivamente, no llegó a ningún sitio.

- - -
El 11 de noviembre, cuando me presenté en la comisaría de mi distrito a la hora habitual ya no había ningún parte de guerra clavado en el tablón. Éste se abría negro y vacío ante mí y entonces imaginé aterrado qué ocurriría cuando, allí donde había alimentado mi espíritu diariamente durante años y donde había llenado de contenido mis sueños, no hubiese más que un tablón de anuncios vacío por siempre jamás. Pero, entretanto, seguí caminando. Tenía que haber alguna noticia procedente de los escenarios de batalla. Ya que la guerra había acabado (eso parecía evidente), al menos el final debía haberse producido, algo parecido al toque de silbato con el que termina un partido.

- - -
En algún lugar me encontré con un montón de gente apelotonada ante el escaparate de una tienda de periódicos. Me puse a la cola, fui abriéndome paso lentamente y, al final, pude ver lo que todos leían malhumorados y silenciosos. Lo que estaba expuesto era un periódico de edición temprana con el siguiente titular: «Firmado el alto el fuego». Debajo figuraban las condiciones, una larga lista. Las leí. Mientras lo hacía me quedé atónito.

- - -
Al igual que aquellas calles, todo el mundo se había vuelto extraño e inquietante a mis ojos. Era evidente que el gran juego, además de las reglas fascinantes por mí conocidas, había tenido otras secretas que se me habían escapado. Había habido algo de falso y engañoso. Pero, ¿a qué agarrarse, dónde encontrar la seguridad, en qué creer y confiar si los acontecimientos históricos eran tan alevosos, si una victoria tras otra no conducía más que a la derrota definitiva y las verdaderas reglas de lo que ocurría no se divulgaban, sino que se descubrían a posteriori, en forma de un resultado aplastante? Me encontraba ante un abismo. Sentí pavor ante la vida.

- - -
Un día no había electricidad, otro no circulaban los tranvías, pero seguía sin estar claro si teníamos que quemar petróleo en favor de los espartaquistas o del Gobierno o bien ir andando. Nos llenaban las manos de octavillas y leíamos carteles cuyo titulo rezaba: «¡La hora del ajuste de cuentas está cerca!», pero primero había que hacer el esfuerzo de leer largos párrafos repletos de insultos y reproches inextricables antes de poder darnos cuenta de si las palabras «traidores», «asesinos de los obreros», «demagogos sin escrúpulos», etc., se referían a Ebert y Scheidemann o bien a Liebknecht y Eichhorn.

- - -
Habíamos superado el gran juego de la guerra y la conmoción de su desenlace, también un aprendizaje político muy frustrante en materia de revolución y, ahora, la representación diaria del colapso de todas las leyes de vida y de la bancarrota de la edad y la experiencia. Ya habíamos abrazado toda una serie de creencias contradictorias. Primero fuimos pacifistas durante un tiempo, luego nacionalistas, más adelante nos sometimos a la doctrina marxista (proceso éste que tiene mucho en común con el de iniciación sexual: ambos son oficiosos y tienen algo de ilegal, ambos utilizan un método educativo de choque y cometen el error de tomar una parte importante, pero reprobada por la opinión pública e ignorada en virtud de la decencia tradicional, por el todo: el amor en un caso y la historia en el otro).