domingo, 6 de maio de 2018

Guerra oculta

Trechos de La Guerra Oculta (1936), de Emmanuel Malynski e Léon de Poncins.


Después de la Commune [de Paris], la llama revolucionaria volvió al subsuelo, donde incubó durante cuarenta años, con alguna brusca y violenta llamarada aquí y allá.

En 1789 el incendio había devastado Francia.

En 1848 él se había extendido por Europa.

En 1914 el mundo entero ardió con la Gran Guerra, preludio de mundiales subversiones sociales, de las que el bolchevismo es la primera manifestación concreta.

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Una guerra de este tipo, y además, en la época de la circunscripción universal, no podía tampoco ser una guerra en encajes, como en los tiempos en que sólo las élites tenían el derecho de servirse de las armas. Por cuanto esto disguste a los adoradores de la democracia, la bestia predomina en los estratos inferiores de la especie humana, y las guerras modernas no han hecho otra cosa que confirmar una vez más aquello que la sublevación plebeya y las revoluciones, donde actuaron dichos estratos, habían demostrado desde hacía ya tiempo.

Uno de los méritos de las civilizaciones tradicionales ha consistido precisamente en hacer del oficio de las armas un "noble oficio", reservado a los mejores y considerado como un privilegio, que implica deberes indiscutidos conocidos bajo el nombre de código de honor.

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La mencionada campaña de la subversión se escondió bajo ropajes nacionales y se hizo pasar por "políticamente correcta". La mentalidad humana fue el campo de batalla en el cual ella hizo estragos, los que, por ser menos vistosos, no fueron menos terribles que aquellos que la otra conseguía en su propio dominio.

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Los sucesos políticos que tuvieron lugar a partir de 1914, si fuesen considerados según los principios lógicos de la política internacional tal como la historia nos lo enseña, no constituyen sino una madeja de contradicciones. Dichos acontecimientos se vuelven, en cambio, clarísimos e inteligibles a la luz de esta verdad: la Gran Guerra no fue sino una fachada, detrás de la cual se escondía la revolución en marcha.

Cada quién sabe que la guerra fue una tragedia sin par, y estadísticas detalladas nos dicen el número de muertos y mutilados de ella, de las ciudades por ella destruidas, de los campos devastados, de los monumentos históricos irreparablemente dañados.

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Sin distinciones de país y de régimen, la guerra mundial propició ante todo el adviento de ideales subvertidores. Estos ideales, que las peores revoluciones precedentes sólo habían bosquejado, ella en cambio los introducirá en la vida práctica, en las costumbres y los hábitos humanos, sin la aceptación, aún incluso con una declarada resistencia de parte de aquellos a quienes se les habían impuesto. [...]

Es conocido el famoso postulado de Rousseau, que está en el punto de partida de dos siglos de subversión: "La libertad consiste en la completa alienación de cada individuo asociado, con todo lo que posee, a beneficio de la comunidad." Se trata naturalmente, de una comunidad desacralizada y materializada, que constituye la extrema razón de sí misma y opone su colectivismo, tan irracional como omnipotente, a toda ley procedente de lo alto, además de todo aquello que tradicionalmente valía como dignidad y libertad de la personalidad humana.

La guerra mundial ha tenido por consecuencia la salida de estos principios de los laboratorios sociológicos y su aplicación directa en la existencia cotidiana de todos los hombres. En su prolongarse, ella debía fatalmente hacerse "total", y esta totalización debía, también fatalmente, traducirse en una norma general de vida y así sobrevivir a la necesidad del estado de guerra que la había propiciado.

El postulado ahora mencionado de Rousseau, si reflexionamos sobre su significado, contenía en germen el conjunto de las posibilidades, no sólo democráticas sino también socialistas y comunistas que de las primeras son la lógica consecuencia.

Entonces, por las necesidades excepcionales de una guerra sin precedentes en la historia, han logrado que esta utopía, inverosímil y desconcertante, haya sido incorporada a la vida.

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Nadie pareció darse cuenta que este estado de las cosas realizaba de hecho el programa socialista, cuya condición esencial es el control del estado materializado sobre toda producción, y más explicitamente, sobre toda fuente de utilidad, además de una distribución igualmente estatal de dicha utilidad: el resto siendo, en el programa socialista, sólo un accesorio demagógico.

Ese es el capitalismo de estado, del que habla Lenin y que él, en numerosas obras, define como la penúltima etapa, como la antesala de su paraíso.

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Aclimatando al socialismo, hasta entonces considerado como una quimera irrealizable, en la forma de una centralización de guerra, los mismos imperios centrales, tanto como las democracias aliadas, han preparado el camino a aquella subversión que debía ser el gran fenómeno de la post-guerra. Y se han encaminado en esta dirección, no porque lo hayan querido, sino porque la configuración geográfica de sus países, respecto a las necesidades del estado de bloqueo, impuso una concentración más completa de las fuerzas productivas en manos del estado. Una situación de este tipo exigía el control más riguroso de la propiedad personal y de la personalidad humana, equivalente a un control social que se acercaba al ideal socialista y a aquello que Rousseau había considerado como la última palabra respecto de la libertad de facto.

No se debe creer, sin embargo, que los dirigentes de las dos grandes monarquías "reaccionarias", descendientes casi siempre de familias de grandes propietarios, fueran una especie de locos, no conscientes de lo que hacían. Con la sola reserva, que tal vez sobrevaloraban en parte las virtudes tradicionales de sus pueblos y la inmunidad de estos frente al virus (al respecto, como posteriormente quedaría demostrado, ellos no se habían equivocado completamente), ellos estaban perfectamente conscientes de los peligros mortales implicitos en su conducta. Sin embargo, no podían actuar de otro modo, encontrándose finalmente entre la espada y la pared.

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La causa verdadera de la guerra fue el deseo de cambiar la estructura interna de la sociedad en general y de adelantar de un gran salto la marcha de la subversión mundial.

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La guerra era la nueva ofensiva de la Revolución Francesa, preparada desde hace décadas por una retorcida diplomacia que, deliberadamente, estuvo orientada hacia una dirección diametralmente opuesta a la del sentido común.*

[* A propósito véase el libro del vizconde León De Poncins, Société des Nations, Super État Maçonnique, París 1936. En él se rinde cuenta de un congreso de la masonería internacional en París en el verano de 1917, donde el significado de la guerra mundial aún en curso fúe abiertamente declarado e incluso fueron anticipados los futuros tratados de paz y la estructura de la futura Sociedad de las Naciones, con precisa conciencia de su finalidad subversiva y al servicio exclusivo de las fuerzas secretas de la revolución.]

Ahora bien, la revolución no se preocupaba en absoluto de devolver la Alsacia y Lorena a Francia, el Trentino a Italia o de gratificar a Inglaterra, enriqueciéndola con un cierto número de negros. Los cambios de las fronteras políticas no podían aventajarla en nada. Estas bagatelas ella las abandonaba a los nacionalismos ciegos, que tanto habían bregado para ofrecerle un banquete triunfal. Su gran preocupación y el fin verdadero de cuatro años de exterminio sin par, era hacer desaparecer los últimos bastiones que representaban una amenaza para la seguridad del progreso democrático, como más tarde tuvo a bien a declarar el mismo presidente Wilson.

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[* Respecto de Italia, puede ser interesante destacar el siguiente párrafo tomado del libro de Maria Rygier, La Franc-Maçonnerie Italienne Devant la Guerre et Devant le Fascisme, París, 1929, pág. 42: "El Gran Oriente, con ocasión de la entrada en guerra de Italia, debía enviar un mensaje a ese pueblo que le había testimoniado su confianza. En el proyecto de manifiesto, que fue sometido al examen de las autoridades masónicas competentes, quedaba constancia del papel desarrollado por el Gran Oriente en la campaña intervencionista, y el éxito que había coronado su esfuerzo era mostrado con la debida importancia. Estas frases fueron eliminadas del texto definitivo y fueron reemplazadas por una frase convencional que decía que la guerra declarada era el cumplimiento de los votos y de las profecías de los mártires y de los profetas del Risorgimento, cuya enseñanza y ejemplo habían sido siempre recomendadas en las logias masónicas para la meditación de los adeptos. La decisión del Gran Oriente fue motivada, como el protocolo atestigua, por la preocupación de no perjudicar la unión sacra, haciendo sentir a los católicos, y sobre todo, a la gran masa de los indiferentes, que los soldados de la patria combatían y morían por una causa de la cual la masonería era la abanderada."]

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Los objetivos de la guerra mundial estaban bien definidos en la mente de los ambientes anónimos que la querían total. Dichos objetivos eran los siguientes:

• La demolición del imperio de los Habsburgo, para ser sustituido por un hormiguero de repúblicas radicales incapaces de una vida económica propia.

• La putrefacción comunista del imperio medieval asiático de los zares y su transformación en un vivero de microbios para la futura revolución mundial.

• La creación de una república polaca que debería ser ardientemente democrática y, por la regulación absurda de sus fronteras, en un estado de hostilidad latente, permanente y forzosa respecto de Alemania. Se temía, en esta última, el despertar de la contrarrevolución y por añadidura, la fatal tendencia de expandirse hacia Oriente, lugar sacro ya de la orgía bolchevique.

A todo esto debe añadirse la evolución democrática de la mentalidad humana, resultado de la inversión de todos los valores de la personalidad humana. Era, de hecho, necesario que el ambiente europeo deviniese en un medio apto para el cultivo de los microbios que, mientras tanto, se cultivaban en Rusia.

Debemos tomar también en cuenta el incremento prodigioso del endeudamiento mundial, para máximo provecho de la alta finanza internacional hebraica y de la ubicuidad del capital prestado a las pequeñas y grandes democracias.

Finalmente, el propósito por excelencia, aquel que englobaba y coronaba todos los otros, era el necesario agotamiento físico, material y moral, el cansancio, la irritación, a fín de conseguir que, después de la guerra, la confusión de las ideas y de los valores, de los vencidos y de los vencedores, fuesen tales, que impidiese a cualquier estado tomar la ofensiva contra la irradiación de ese contagio del que Moscú devendría en su centro.

[...] Después de tres años de guerra y de sufrimientos inenarrables, este estadio fúe alcanzado.

A partir de ese momento, la guerra había realizado gran parte de la obra que, en la mente de quienes la habían secretamente preparado, o por lo menos, dirigido, ésta había conseguido su razón de ser.

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La así llamada guerra de las naciones no ha sido sino el conflicto esperado y preparado por todo un engranaje complicado de maniobras e intrigas ocultas. Ella ha sido el duelo entre la revolución y la contrarrevolución. He aquí el único y profundo significado de la Primera Guerra Mundial.

[...] la democracia ha sabido sólo revelar al mundo entero su incapacidad y su terrible destructividad.

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LOS TRATADOS DE PAZ

El objetivo de la famosa y penosa Conferencia de París fue la legalización y la consolidación de las nuevas conquistas. [...]

Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía eran los "criminales". Tardíamente arrepentidos de haber pecado contra la democracia, estos estados, como los penitentes del medioevo, esperaban, sin tener derecho a voz, en las "tinieblas exteriores", el "Jueves Santo", en el cua
l ellos serían introducidos en la iglesia democrática.

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Toda la obra de la Conferencia de París se resume en lo siguiente: para empezar, e
lla creó el mayor número de naciones soberanas posibles, lo que implicaba por definición, una gran cantidad de intereses contradictorios, que podrian, en verdad, haber sido atenuados; luego, como si ella hubiera querido anular esta posibilidad de atenuación, la conferencia delimitó tales nacionalidades de modo tal que sus intereses, y en muchos casos, sus mismas necesidades vitales aparecerían, bajo todo punto de vista, irreconciliables; finalmente, ella instituyó la Sociedad de las Naciones, asamblea platónica privada de fuerza y de toda posibilidad verdadera de sanción, que no respondía a ningún interés corporativo definido, y que en teoría era la encargada de conciliar, lo más demorosamente posible, sin otros argumentos que el miedo por lo peor, lo que en la práctica es inconciliable.

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Austria-Hungría fue considerada como el "mal" permanente y esencial, y el imperio de los Habsburgo, entendido como la raíz de todos los males menores, fue tachado del mapa de Europa y hecho desaparecer de la historia.

Alemania, como aquel "mal" que debía ser eliminado, fue considerada como algo accidental y accesorio, siendo menos importante que Austria-Hungria, no obstante se le estimó mucho más que la Rusia bolchevique, que bajo todo aspecto sí fue considerada como accidental, accesoria y descuidable, al punto de ser exculpada.

La verdad era exactamente lo contrario. El peligro real, el peligro mortal era Moscú, peligro similar al de la peste negra del medioevo, con el que es una locura entrar en pactos. Siendo los efectos siempre inseparables de las causas, no se podía suprimir el peligro, el contagio, sino anulando los resultados de la revolución hebreo-bolchevique.

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El imperio de los Habsburgo fue radicalmente suprimido porque era el más tradicional, y el más opuesto al frente de la subversión mundial.

En pleno siglo XX el imperio de los Habsburgo representaba la imagen de ese Pentecostés históricamente católico que se opone a la Torre de Babel de las lenguas y de las razas del credo internacionalista. Representaba la unidad en la diversidad ya aparecida en el medioevo, una forma reducida de aque
llo que el Sacro Imperio quiso ser en tiempos de las Cruzadas, forma sobreviviente en una época envenenada por la Reforma y la Revolución Francesa, madre de los chauvinismos, del capitalismo y del democratismo progresista.

En una palabra, el imperio de los Habsburgo era aquello que más odioso y más incompatible podía existir para los productos del hebraísmo y la masoneria, que está en la base de la historia contemporánea.

El imperio germánico, surgido de la Reforma y completado por el libre pensamiento de Federico el Grande, imperio laico y cívico, luego estatista por excelencia, era ya menos odioso. Luego, a partir del momento en el que se arrojaron al mar sus príncipes y sus reminiscencias feudales, aún persistentes a despecho del capitalismo y del estatismo y en el que ya no se reconocieron otros antepasados que no fueran Lutero, Kant, Hegel y Marx, él cesó inmediatamente de serlo. Y cuando se encontró el modo ingenioso, por no decir genial, de ponerlo en situación tal, que el hebreo pudiese controlar todas sus células vitales (y ésta había sido la perspectiva de Alemania en la inmediata post-guerra, antes del nacionalsocialismo) Alemania se volvió incluso digna de amarse, o por lo menos, deseable.

En cuanto a Rusia, suprimidos los zares, entregada y amarrada de pies y manos al hebraísmo y al bolchevismo, ella, de ser execrable, se volvió sacra e intangible. Y si ella tocando contagiaba, estaba prohibido reaccionar.

Para juzgar bien la obra del Congreso de París, es necesario contemplarla desde lo alto. La obra de la Conferencia de París nos aparece entonces como una construcción perfecta, a la que no le falta ni el sentido de lo universal, ni el sentido de la historia. Ella es la obra de arquitectos que sabían perfectamente lo que construían, y que trabajaban bajo la inspiración del Gran Arquitecto del Universo, personaje supremo de las logias masónicas.

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Completando la obra de la guerra con la creación de esa nueva Babel que fue la Sociedad de las Naciones, con los organismos de ella derivados, la Conferencia de París constituyó el prólogo de la conspiración mundial del siglo XX, mientras que selló el epílogo cruento de la conspiración del siglo XIX. Alli donde una cosa terminó, la otra entró en acción.


Mais:
René Guénon
Julius Evola
http://skirret.com/papers/freemasonry_and_WWI.html
http://www.scielo.sa.cr/pdf/rehmlac/v6n2/a01v6n2.pdf