quarta-feira, 22 de agosto de 2018

Initiation

Trechos de One Man's Initiation: 1917 (1920), de John dos Passos.


Los hombres de las ambulancias, algunos vestidos de uniforme y otros no, caminaban por las grises calles de Burdeos en dirección a la estación. En una ocasión, una mujer apareció en una ventana gritando: «Vive l'Amérique!» y arrojó afuera un manojo de rosas y margaritas.

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Los vagones eran estrechos, por lo que estaban todos apiñados con las rodillas fuertemente apretadas. [...] Tours, Poitiers, Orléans. Los nombres de las estaciones evocaban antiguas guerras y las extensiones de amapolas escarlatas parecían la sangre de los combatientes muertos a través de la historia. Por fin, al anochecer, París; y, al atravesar un puente sobre el Sena, un vistazo a las dos torres enlazadas de Notre-Dame, gris rosáceas en la pardusca bruma del río.

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La estación de Epernay estaba destrozada; el palastro ondulado del techo caía en tiras sobre los desmoronados muros de ladrillo.

-Dicen que anoche llegaron los alemanes. Mataron a un gran número de licenciados.

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Aquella noche, Martin se despertó bruscamente con el silbido de una sirena y se incorporó temblando en su litera, sin saber con exactitud dónde se hallaba. Semejante al grito de una mujer en una pesadilla, el silbido de la sirena se hizo más y más agudo, para luego disminuir su volumen y desvanecerse lentamente.

-No enciendas ninguna luz. Son aviones alemanes.

Afuera, la noche era fría y estaba débilmente iluminada por una luna menguante.

-¡Fijaos en la metralla! -exclamó alguien.

-Por su sonido, se diría que los alemanes llevan un motor Mercedes -dijo otro.

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La infantería desfiló frente a él, el frío fulgor de la lluvia salpicando los cascos grises, los cañones de los fusiles, las correas del equipo. Rostros enrojecidos y sudorosos, inclinándose bajo los pesados cascos, agachados hacia el suelo por sostener el peso del equipo; las filas y grupos de rostros eran la única nota cálida en medio de la desolación de barro negruzco, de cuerpos encorvados cubiertos de lodo y del cielo chorreante del color del fango. En el frío y descolorido paisaje, eran como los rostros débiles y delicados de los niños, tiernos y sonrosados bajo las salpicaduras de barro y el vello que cubría sus barbillas.

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-Pero esta era una población agradable antes de la guerra. El courrier des postes solía decirnos que, desde Verdún a Bar-le-Duc, no había población más pulcra y con tan hermosos pomares como esta -dijo la anciana, inclinándose afanosamente sobre el hombro del maestro, uniéndose a la conversación.

-La fruta sigue siendo muy buena -dijo Martin.

-Pero ustedes, los soldados, la roban -declaró la anciana alzando los brazos-. No nos dejan nada.

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Al hablar la mujer, los vasos temblaron sobre la mesa: un camión pasó de largo con un estrépito de pesadas ruedas y el rechinar de los cambios de marcha.

-¡Oh, Dios bendito! -exclamó la anciana, observando la carretera con expresión de terror y parpadeando ante la espesa polvareda.

Lenta y estruendosamente pasaron camión tras camión, en medio del estrépito de pesadas ruedas, el rechinar de los cambios de marcha y la vibración de los motores. Los hombres apretujados en su interior se asomaban por entre las cubiertas de lona para saludar con la mano y vociferar.

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De pronto se produjo un estallido de ametralladoras procedente de las líneas de combate.

-¡Santo cielo! -exclamó el pequeño médico-. ¡Ay, aquí habrá trabajo! Será mejor que prepare su ambulancia, amigo mío.

Los brancardiers colocaron la camilla en la parte alta de los escalones que conducían a la puerta del refugio y Martin se encontró contemplando fijamente el rostro del herido, fino, sensible y manchado de sangre junto a la boca. Su mirada recorrió los deformes bultos del uniforme salpicado de sangre hasta que, súbitamente, la apartó. En el centro del cuerpo, donde antes había estado la curva de la tripa y los genitales, donde los muslos habían estado unidos al tronco por medio de fuertes músculos, había una concavidad, un profundo charco de sangre que brillaba tenue a los fríos rayos de luz grisácea del oeste.

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En un valle extendido que formaba un declive entre colinas repletas de bosques de hayas, se alzaba la elevada abadía, una nave y un ábside góticos con ventanas de hermosa tracería, con las ruinas de una capilla muy antigua a un lado y, atravesando la parte posterior, un edificio renacentista bien proporcionado que había constituido un dormitorio. La primera vez que Martin contempló la abadía, esta se erguía como una torre de fantástica perfección sobre un velo de brumas a escasa altura, haciendo que el valle pareciese un lago bañado por la resplandeciente luz de la luna. Los frentes de combate estaban totalmente silenciosos.

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Apenas había actividad en aquella parte del frente de combate. Un par de veces al día se producían algunas violentas descargas de los cañones del setenta y cinco de la batería situada tras el monasterio, y los bosques resonaban como cuerdas estremecidas de un arpa, mientras pasaban volando las bombas para estallar en la cima de la colina que bloqueaba el valle donde se encontraban los alemanes.

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Al regresar de nuevo a los puestos del frente, se encontraron con que todas las baterías a lo largo de la carretera estaban disparando. La atmósfera era un caos de explosiones que herían los oídos por encima del ronroneo tranquilizador del motor. Un soldado los detuvo a poca distancia de la abadía.

-Coloquen el vehículo tras los árboles y métanse en un refugio. Están bombardeando la abadía.

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Se apiñaron a la puerta del refugio situado en la colina de enfrente, y desde ahí contemplaron la abadía mientras las bombas se precipitaban a través del tejado o estallaban en los sólidos contrafuertes del ábside. Se alzó una polvareda sobre el tejado y el aire se llenó con un olor a tejas húmedas y yeso. Las baterías comenzaron a disparar una tras otra, haciendo que la sonora vibración retumbara por los bosques.

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De noche, en un refugio subterráneo. Cinco individuos jugando a las cartas en torno a la llama de una lámpara que sopla de un lado a otro, impulsada por la ventolera que de cuando en cuando penetra por la entrada del refugio y revolotea a su alrededor como un ser viviente intentando descubrir una salida.

Cada vez que la llama oscila, las sombras de cinco cabezas se agitan sobre el techo de palastro. Los cañones retumban constantemente en la lejanía como un redoble de tambores para una danza.

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El tren se detuvo con un chirrido frente a la estación y los licenciados, con sus repletas musettes balanceándose sobre sus caderas, corrieron hacia la plataforma.

Los bulevares están oscuros, con algún que otro farol iluminando un banco y troncos de árboles, o el tenue resplandor del interior de un café, donde un chico en mangas de camisa está barriendo el suelo. Hay multitudes de soldados, belgas, americanos y canadienses, civiles con bastones, sombreros de paja y mujeres bien vestidas.

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La lámpara de la caseta de control de carretera arrojaba un haz de luz rectangular sobre el muro blanco que había enfrente. La mancha de luz se ve constantemente atravesada, festoneada y oscurecida por las sombras de los rifles, cascos y armamento de los hombres que pasan de largo. De cuando en cuando, la silueta de un solo hombre, una nariz y una barbilla bajo un casco, una cabeza agachada hacia delante bajo el peso del armamento, o una sola mochila junto a la que hay un rifle ladeado, aparece enorme y quimérica con su hogaza de pan, su par de botas y sus ollas y cacerolas.

Luego, con ruido de arneses y rechinar de acero, uno tras otro, los trenes de artillería surgen de la oscuridad de la carretera, la luz les da relieve y vuelven a ser tragados por la negrura de la calle de la población, asomando por entre sus ruedas los cortos cañones del setenta y cinco como si se tratara de colas de pato; furgón tras furgón de municiones, grandes vagones cubiertos y descubiertos, donde un caos de armamento recibe fantásticos reflejos y arroja enormes y confusas sombras sobre el blanco muro de la vivienda.

-Apaga esa luz. ¡En nombre de Dios!

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En los bosques se oía el canto de algunos pájaros, y, al pasar frente a una bomba de agua, vieron a varios hombres con el torso desnudo inclinados sobre ella lavándose, riendo y chapoteando a la luz del sol. De cuando en cuando, el ruido distante y metálico de una batería de cañones del setenta y cinco retumbaba entre los susurrantes árboles.

-Parece un terreno propio para una congregación religiosa al aire libre en Georgia -dijo Tom Randolph.

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Gradualmente, mientras duraba el bombardeo, los hombres empezaron a penetrar en el refugio [...].

-¡Una máscara, en nombre de Dios, una máscara! -exclamó una voz, rompiendo en un berrido, mientras un hombre sin afeitar, con lodo pegado a los cabellos y la barba, se precipitaba a través de la cortina. Sus párpados se movían en continuo temblor, y el agua se deslizaba a chorros a ambos lados de su nariz.

[...] Se acercó a los recién llegados, y su estridente voz era semejante a la de una mujer encolerizada.

-¿Qué hacen aquí? Este es el poste de secours. ¿Están heridos?

-Pero, mi teniente, no podemos quedarnos fuera...

-No pueden quedarse aquí, no pueden quedarse aquí. No hay suficiente espacio para los heridos.

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Al otro lado de la carretera yace una mula que mueve a un lado y otro la cabeza, mientras de su boca y hocico, escarlata y dilatado, cuelga una masa de espuma purpúrea.

En el viento flota un nuevo olor, un olor increíblemente sórdido, semejante al de los pobres emigrantes desembarcando en Ellis Island. Martin Howe mira en torno suyo y ve, avanzando carretera abajo, hilera tras hilera de extraños individuos grises cuyos cascos en forma de hongo les dan un aire fantasmal, como seres de la luna extraídos de un cuento de hadas.

«¡Pero si son alemanes!» -se dice para sus adentros-; «había olvidado completamente que existían.»

-¡Ah, prisioneros!

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Los bosques que rodeaban la carretera eran como un amplio depósito de desperdicios; los troncos maltrechos y partidos de los árboles deshojados se alzaban por doquier, entre los montones de carcasas de latón de las granadas, fragmentos de hojalata y pedazos de uniformes y armamento. El viento llegaba en ráfagas impregnadas de un olor semejante al de ratas muertas en un desván. Y para esto habían estado luchando todos los siglos de civilización. Para esto habían consumido las generaciones sus vidas en minas, fábricas, fraguas, campos y talleres, afanándose, tensando más y más sus mentes y músculos, puliendo el espejo de su inteligencia.

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-Las gentes de Boccaccio consiguieron divertirse incluso durante la plaga en Florencia. Creo que ese es el único modo de tomarse la guerra.

-Aunque no disponemos de una villa donde refugiarnos -dijo Dubois-, y hemos olvidado todas nuestras historias divertidas.

-Y en América, ¿les gusta la guerra?

-Ignoran lo que es. Son como criaturas. Se creen todo lo que les dicen; no tienen ninguna experiencia en cuestiones internacionales, como ustedes los europeos. A mi entender, nuestra participación en la guerra ha sido una tragedia.

-Es como retroceder a nuestro único pretexto para existir -intervino Randolph.

-A cambio de la serena civilización y la belleza de existencias ordenadas a que renunciaron los europeos al ir al Nuevo Mundo, nosotros les dimos la oportunidad de ganarse el lujo y, cosa infinitamente más importante, de liberarse del pasado, ese fantasma gangrenado del pasado que hoy en día está aniquilando a Europa con su infección de odios, codicias y asesinatos. América ha traicionado todo esto, ¿comprenden?; así es como nosotros lo vemos. Ahora somos una nación militar, un pirata organizado como lo son también Francia, Inglaterra y Alemania.

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-No tengo suficiente fe en la naturaleza humana para poder ser anarquista... Somos demasiado parecidos a las ovejas; debemos movernos en rebaños, y un rebaño tiene que vivir organizado.


Mais:
http://www.youtube.com/watch?v=yPNmgSu_LFk
http://en.wikipedia.org/wiki/E._E._Cummings#War_years
http://en.wikipedia.org/wiki/Eddie_Rickenbacker