EL TIEMPO
26 de enero de 2014
La guerra que configuró el mundo en que vivimos
En el centenario de la Primera Guerra, EL TIEMPO rememora los acontecimientos de este conflicto.
(Juan Esteban Constaín)
Era primero de enero de 1914 y parecía de verdad que ese año que apenas empezaba iba a ser uno apacible y feliz, muy feliz. Incluso las estrellas destilaban optimismo ese día, con Marte y Pólux brillando desde muy temprano en el cielo del norte. Varias ciudades europeas pasaron maravilladas la Nochevieja con el estreno del Parsifal de Richard Wagner, que durante dos décadas había sido objeto de un severo veto de su autor para que no se tocara por fuera del Teatro del Festival de Bayreuth.
Pero ya era 1914, desde las 0 horas, cuando sonaron las primeras notas del preludio de la ópera. El veto había caído: en Berlín, en Bolonia, en Praga, en Budapest, en Roma. La música sonó. En Barcelona se hicieron los sordos y empezaron media hora antes, a las 23:30 del 31 de diciembre de 1913: qué más daba, ya pronto sería un nuevo año para todos, un gran año. El periódico estadounidense The Evening News dijo en su editorial: "No ha habido tantos años en que los augurios de un buen año fueran tan brillantes como en este..."
Hoy sabemos que debajo de esa ingenua placidez dormía un volcán a punto de estallar en mil pedazos, y que muy pronto su lava se iba a desbordar sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo. Se ve en las fotos de los que fueron a la Guerra: la incredulidad y el aturdimiento, la nostalgia por el mundo que se les iba entre las manos. La Belle Époque dejaba de serlo; la calma de la víspera era la que antecede a las tormentas. La calma, el temporal, la tempestad. Tempestades de acero.
¿Qué ocurrió? ¿Cómo es posible que un mundo que parecía instalado para siempre en sus conquistas y en sus triunfos se saliera de cauce, hasta el desastre? En lo que iba corrido del siglo XX había habido conflictos y problemas, sin duda, siempre los hay. Pero parecía que por fin la humanidad había llegado a la 'altura de los tiempos', a la cima: en la ciencia, en la política, en el arte, pocas veces las cosas habían estado mejor. Como dijo José Luis Comellas: sin hambre, sin peste y sin guerra.
Solo que tanta dicha pendía de un hilo: del sutil equilibrio que las potencias europeas, dueñas del mundo y enemigas históricas, habían logrado durante el siglo XIX: ese "siglo largo" del que hablaba Eric Hobsbawm, y que según él empezó en 1789 con la Revolución Francesa, y terminó en 1914, justo con el inicio de la Gran Guerra. El siglo de la industrialización y la consolidación de los imperios coloniales, el de la exacerbación de los nacionalismos. El siglo de Marx y de Nietzsche, de Dickens y Garibaldi. De Bismarck y de Rosa Luxemburgo.
Desde el Congreso de Viena, en el que las grandes monarquías de Europa, de 1814 a 1815, redibujaron su mapa ante la derrota de Napoleón Bonaparte, la historia política y diplomática del siglo XIX fue una sucesión agotadora de asambleas y congresos internacionales - en Verona, en París, en Londres, en Berlín - para garantizar la paz y el equilibrio del sistema. Como en un juego de naipes, o de ajedrez, en el que los dueños del mundo se lo repartían a golpes de audacia y sigilo. Como en una ruleta, también.
Pero si en el plano político la doctrina de Viena era conservadora y buscaba la restauración del viejo orden, o por lo menos su invocación nostálgica, como el fantasma que era, en el plano social y económico, y cultural, nuevas fuerzas se abrían paso y encontraban a codazos una grieta y un pedazo de luz. Eran fuerzas muy dispares, además: la de la burguesía triunfante, verdadero motor de la industria, el imperio y el capitalismo; la de los pobres del mundo, rebelados contra la industria, el imperio y el capitalismo.
La de los anarquistas y los liberales, y los reaccionarios, y los socialistas, y los poetas, y los nacionalistas, y los románticos, y los opiómanos. La de aquellos que creían que su patria se merecía por fin un Estado, e incluso la de aquellos que creían que su Estado se merecía por fin una patria, por qué no. Revueltas por doquier y guerras que se hacían para que no hubiera guerras; imperios bajo cuya sombra se retorcía un enjambre de pueblos e intereses que no siempre eran los mismos. Ni su lengua ni su religión ni su pasado.
LAS HUELLAS IMPERIALES
De los viejos imperios coloniales, el de Inglaterra era el único que sobrevivía de verdad, invicto y opulento: dueño y señor del mar, su capital era entonces - y lo fue durante mucho tiempo más - la capital del mundo. Así que su política fue siempre defensiva, buscando el equilibrio en el continente europeo y cuidando, eso sí, que a nadie se le ocurriera tocar sus posesiones de ultramar. Más ahora que España y Portugal y Holanda se habían hundido; ahora que eran un recuerdo y un escombro.
Pero el problema estaba en el centro y en el este de Europa, donde aún humeaban, como brasas, las huellas de los ejércitos de Napoleón; huellas que borraría Bismarck. Allí Rusia buscaba acrecentar su poder - y lo hizo - a costa del Imperio Otomano, que sin embargo había sido el incómodo garante, durante cuatro siglos, de la estabilidad imposible en los Balcanes. Pero los búlgaros querían su independencia, y los serbios, y los rumanos, mientras Austria mostraba impotente sus manos cansadas, ahora que el poder estaba en Berlín y no en Viena.
Esa es, sin duda, otra de la causas de la Primera Guerra Mundial: la manera en que Otto von Bismarck consolidó la unidad del Imperio Alemán después de la guerra franco-prusiana (1870 a 1871), y las consecuencias para Europa que tuvo ese triunfo político y militar del Canciller de Hierro: el aislamiento diplomático de Francia, por un lado, y algo que empezó a preocupar en lo más profundo a Inglaterra, por el otro: el surgimiento del apetito colonial entre los reyes alemanes y su pueblo.
Entre 1877 y 1878 - haciendo casi un recuento taquigráfico; nunca hay suficiente tiempo para el pasado - el Imperio Ruso, otro viejo fantasma, derrotó al Imperio Otomano en una guerra en la península de los Balcanes y en el Cáucaso. No lo hizo solo, no: Serbia, Rumania, Montenegro y Bulgaria pelearon a su lado, buscando sacudirse del dominio turco. Y lo lograron. Se hizo entonces el Congreso de Berlín, en el verano del 78, para que las potencias se repartieran una vez más el botín.
Fue allí donde el Imperio Austrohúngaro se adueñó de Bosnia y Herzegovina, con un sutil ropaje de protectorado que le duraría hasta 1908, cuando se la anexionó ya del todo, sin pretextos ni modales. Pero era obvio que algo así lo enfrentaría con Rusia, y sobre todo con aquellos que reivindicaban en los Balcanes el 'Paneslavismo': la unidad de los pueblos eslavos, divididos en el sur no solo por razones religiosas sino también por razones políticas e ideológicas.
Así que el incendio ya estaba prendido, pero como en los viejos caserones cuando hay un corto circuito: solo por dentro al principio, devorando a su paso la madera y las vigas, las entrañas. Exhalando el olor del fuego que aún no se ve. "Truenos subterráneos", los llamó Alfonso Reyes. Era cuestión de tiempo - la cuenta regresiva del reloj, seis años, cinco, cuatro... - para que el polvorín explotara y el mundo con él.
Aunque a Inglaterra no le preocupaban tanto esas cosas; ya llegaría el momento de hacerlo. Pero la actitud del Imperio Alemán sí, ahora en manos del káiser Guillermo II, un arrogante e impetuoso dispuesto a hacer valer a cualquier costo su poder y sus planes. Eso precipitó la alianza inglesa con Francia y luego con Rusia: con la primera en 1904 para garantizar el orden colonial en el África del norte; y con la segunda en 1907 para garantizarlo en Asia central y en India. La 'Triple Entente'.
En 1911 vino la segunda crisis marroquí - la primera había sido en 1905, casi con los mismos actores -, cuando una rebelión contra el sultán hizo que Francia enviara tropas a protegerlo y a salvarlo; a eso se había comprometido, qué remedio. El káiser mandó entonces hasta Agadir un delegado de negocios suyo, Herman Wilberg. Luego, con el argumento de que su hombre corría peligro, envió un buque cañonero, el Panther. Solo que el barco llegó antes.
Daba igual: la guerra ya era un hecho cumplido, el tiempo seguía corriendo. En 1912 y 1913 hubo dos guerras más en los Balcanes, tic, tac, tic, tac. Qué extraño: nadie parecía darse cuenta de nada. "¿Cree usted que pasará algo?", le preguntó un amigo a Joseph Conrad. "Nada", respondió el novelista. "Nada".
1914 prometía ser un año apacible y feliz. En el verano la gente estaba más interesada en el juicio a Madame Caillaux o en ir al mar o al cine que en ir a la guerra. Era el "tiempo de la seguridad", como dijo Stefan Zweig. Ese tiempo que estalló en mil pedazos de un fogonazo en Sarajevo.
Continuará, qué duda cabe. Eso es lo bueno del pasado: que suele continuar.
Fonte:
http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-13411760
Mais:
[links]
I have spared no effort in verifying the excesses committed by the Austro-Hungarian Army against the civil population in the invaded territory.
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The minds of the witnesses, by far the most of whom peasants, had calmed down since the time when the Austrians committed the atrocities. The danger of exaggeration from excitement, which is so natural in the first moment, was to a great extent eliminated. I also noted that the Serbs peasants are very reserved indeed, and I am convinced that they are more inclined to say too little than too much. Finally, misfortune has depressed them to such an extent (without however depriving them of their courage in fighting the enemy) that they have almost come to accept the evils that have fallen upon them as natural and inevitable.
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I have also endeavoured to ascertain the number of the cases of rape committed by the army of invasion. This was even a more difficult task than to arrive at the number of the wounded. You, Monsieur le President, are well aware of popularr sentiment in your country in all matters touching the honour of the family, and you know that it is impossible, or at least, exceedingly difficult for a girl who has been outraged to find a husband. The families endeavour to conceal as far as possible the misfortune tha has befallen them in the violation of their women. Hence the utmost absolute impossibility of ascertaining the number of women who had been subjected to lewd assaults from the soldiery of the hostile army.
I am convinced that the number of violated women and young girls is very great, and judging by what I saw during my enquiry, I do not think that I am mistaken in saying that in many of the invaded villages almost all women from the very youngest to the very oldest have been violated.
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[Austro-Hungarian soldier, witness] No. 48, of the 26th Landsturm, states that the men were given the order to bayonet all living creatures, women, men and children, without distinction. A private of the 79th Regt. told him that, near Drenovatz, the Austrian officers made a ring of 26 persons round a house, and then set fire to the house, thus burning the 26 victims.
No. 50, [Austrian] hospital sergeant in the 28th Infantry Landwehr Regt., deposes that before crossing the frontier the officers abused the Serbs [drafted in Austro-Hungarian army from Bosnia and Krajina] in every possible way, calling them "barefoot," "gipsies," "assassins," "brigands," etc.
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All men, old men and children, were captured and driven before the troops with bayonet thrusts. These people were questioned as to the position of the Serbs and the comitadjis. If their answers failed to satisfy the [Austrian] officers they were shot immediately. In most cases, when the troops entered a village the greater number of the hostages, or even all of them, were killed. These unfortunate people were almost always old men or children.
In [Velika Reka village] there was an inn. The innkeeper was bayoneted by Corporal Begovitch. The innkeeper's wife, who had witnessed the scene, wrenched the rifle from the Croat and killed him. Other Austrians threw themselves upon her and ripped her body open from end to the end with a bayonet. Her child was killed with the same weapon. The house was completely sacked.
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The Hungarians and the Croats were the worst, but the men were incited by their officers to commit atrocities. Wherever the regiment passed through the officers urged them to kill everything, cows, pigs, chicken, in fact everything whether it was required for the subsistence of the army or not. The men got dead-drunk, with "schnaps" in the [Serbian wine] cellars. They allowed the liquor to run out of the barrels, so that often the cellars were inundated with alcohol.
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No. 53, of the 26th Regt., deposes: ... An Austrian soldier, one Doshan, a Croat, boasted of having killed a woman, two old men, and a child, and invited his comrades to go with him to have a look at his victims.
No 56, Corporal of the 28th Landwehr Regt., deposes that in [Serbian town of] Shabatz the Austrians killed over 60 civilians beside the church. They had previously been confined in the later. They were butchered with the bayonet in order to save ammunition... There were several old men and children among the victims.
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No. 64, of the 93rd Regiment. Near [Serbian village] Ljubovia a lieutenant of the first Company shot a priest with his revolver. Captain Veit ordered the corpse to be burnt.
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The victims tell how the Austro-Hungarian army used Serbian civilians - at the front line - as human shields. Women, children, old men murdered, butchered different ways. Whole families slaughtered, burned alive.
The case of Mihailo Yankovitch, aged 75, was mentioned on page 60. He "was killed with rifle shots. The male organ was cut off and placed in his mouth."
Whole villages (i.e. the population that did not run in front of the invading army) were massacred.
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[Serbian woman] Anitza Yezditch, aged 32, eyes put out, nose and ears cut off.
[Serbian woman] Mirosava Vasilievitch, aged 21, violated by about 40 soldiers, genital organs cut off, her hair pushed down the vagina. She was finally disembowelled, but only died immediately after this being done.
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All these atrocities were perpetrated by the Austrians on their arrival on August 3rd. No one among the civil population had fired upon the enemy, and most of the villagers had taken flight. Almost all those who remained were massacred. The bodies of Zhivko Boitch, aged 70, and his daughter-in-law, Pelka, aged 25, and her infant, aged 4 months, were found later on. The bodies had been cut to pieces.
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So many died during that exodus... But many of those who stayed in their homes under Austro-Hungarian occupation got the same destiny.
Mass slaughter of Serbian civilians was common all across Serbia. These are skulls and bones of some 3,000 (three thousand) Serbs dug out after the war at Surdulica a small village near Belgrade.
The first victims were usually intellectuals: priests, teachers, scientists.
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The war had cost Serbia 23 percent of its population.
Fonte:
http://www.srpska-mreza.com/History/ww-1/book/massacres.html
Mais:
http://histclo.com/essay/war/ww1/cou/ser/w1cs-os.html
Trechos de ensaios da coletânea Dentro Da Baleia (2005), de George Orwell.
Aos onze, quando eclodiu a Primeira Guerra Mundial, escrevi um poema patriótico que foi publicado no jornal local, e outro dois anos mais tarde, sobre a morte do marechal-de-campo Kitchener de Cartum.
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Quando jovem, Gandhi serviu como maqueiro no lado britânico durante a Guerra dos Bôeres, e se dispôs a fazer o mesmo na guerra de 1914-18. Mesmo depois de ter repudiado totalmente a violência, foi bastante honesto para entender que numa guerra é em geral necessário tomar partido. Não adotou - de fato, uma vez que sua vida inteira se concentrava na luta pela
independência nacional, não poderia adotar - a posição improdutiva e desonesta de pretextar que em todas as guerras ambos os lados são exatamente iguais e não faz diferença quem vence.
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Podemos ver a mudança na atitude literária dominante ao comparar os livros escritos sobre a Guerra Civil Espanhola com os escritos sobre a Primeira Guerra Mundial. O que surpreende de imediato com relação aos livros sobre a Guerra Civil Espanhola, ao menos os escritos em inglês, é que são terrivelmente obtusos e inábeis. Mas o mais significativo é que quase todos, direitistas ou esquerdistas, foram escritos de um ponto de vista político, por partidários dogmáticos que nos dizem o que pensar; ao passo que os livros sobre a Primeira Guerra Mundial foram escritos por soldados comuns ou oficiais subalternos que nem sequer tiveram a pretensão de entender do que se tratava. Livros [...] escritos não por propagandistas, mas por vítimas. Na verdade dizem: "Mas qual é o sentido disso? Só Deus sabe. Tudo o que podemos fazer é resistir."
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Mas [A. E.] Housman não teria atraído de maneira profunda os jovens em 1920 se não fosse por outra tendência, uma tendência irreverente, antinômica, "cínica". O conflito que sempre ocorre entre as gerações foi excepcionalmente acrimonioso no fim da Primeira Guerra Mundial; isso em parte por causa da própria guerra e em parte como resultado indireto da Revolução Russa, mas em todo caso se esperava uma luta intelectual naquela época. Devido talvez à tranquilidade e à segurança da vida na Inglaterra, que mesmo a guerra mal perturbou, muitas das pessoas que formaram seus conceitos na década de 1880, ou antes, os sustentaram sem muitas modificações na década de 1920. Nesse meio-tempo, no que dizia respeito à geração mais jovem, as convicções oficiais se dissolviam como castelos de areia. O declínio da crença religiosa, por exemplo, foi impressionante. Durante anos o antagonismo velho/jovem assumiu um caráter de verdadeiro ódio. Os que restaram da geração da guerra escaparam do massacre para constatar que os mais velhos ainda berravam os bordões de 1914, e uma geração de jovens ligeiramente mais novos estremecia sob o domínio de mestres-escola celibatários de mentalidade sórdida. Eram eles que Housman atraía com sua revolta sexual implícita e seu ressentimento pessoal contra Deus. Verdade que era patriótico, mas de modo antiquado e inócuo, com sua cota de casacos vermelhos e "Deus salve a rainha", em vez de capacetes de aço e "Enforquem o kaiser". E era anticristão o suficiente - apoiava uma espécie de paganismo rancoroso e desafiador, a convicção de que a vida é curta e os deuses estão contra nós, o que se ajustava com perfeição à disposição de ânimo predominante dos jovens; e tudo em sua poesia frágil e encantadora, quase toda composta de palavras monossilábicas.
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Se a tônica dos poetas georgianos era a "beleza da natureza", a tônica dos escritores do pós-guerra seria o "sentido trágico da vida". O espírito subjacente nos poemas de Housman, por exemplo, não é trágico, simplesmente queixoso; é o do hedonismo desiludido.
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A ligação mental entre pessimismo e uma perspectiva reacionária é sem dúvida bastante óbvia. Talvez menos óbvio seja exatamente por que escritores importantes da década de 1920 eram predominantemente pessimistas. Por que sempre o sentimento de decadência, os crânios e os cáctus, o anseio pela perda da fé e das civilizações impossíveis? Não seria, afinal, porque essas pessoas escreviam numa época excepcionalmente confortável? Só em tempos assim o "desespero cósmico" pode medrar. As pessoas de barriga vazia jamais perdem a esperança no universo, aliás nem sequer pensam no universo. Todo o período de 1910-30 foi próspero, e mesmo os anos da guerra foram fisicamente toleráveis, para quem não fosse combatente de um dos países aliados. Quanto à década de 1920, foi a idade de ouro do intelectual rentier, um período de irresponsabilidade que o mundo jamais vira antes. A guerra estava acabada, os novos Estados totalitários não tinham surgido, os tabus morais e religiosos de todos os tipos haviam desaparecido, e o dinheiro circulava. A "desilusão" era a grande moda. Todo mundo de posse de quinhentas libras seguras por ano se transformou em intelectual e começou a se exercitar em taedium vitae. Era uma época de insígnias e pães de minuto, desesperos inautênticos, Hamlets de quintal, passagens de ida e volta baratas no fim da noite. Em alguns romances característicos menores do período, livros como Told by an Idiot, a desesperança da vida chega a uma atmosfera de banho turco de autocomiseração.
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O movimento comunista na Europa Ocidental começou como um movimento para a derrocada violenta do capitalismo e degenerou, em
poucos anos, num instrumento da política externa russa. Isso foi provavelmente inevitável quando a fermentação revolucionária que se seguiu à Primeira Guerra Mundial se extinguiu.
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Quase todos os escritores influentes da década de 1930 pertenciam à classe média emancipada e moderada, e eram jovens demais
para ter memórias reais da Primeira Guerra Mundial. Para pessoas desse tipo, coisas como expurgos, polícia secreta, execuções sumárias, prisão sem julgamento etc. são muito remotas para ser aterrorizantes.
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Para mim, a coisa assustadora em relação à guerra na Espanha não foi a violência que testemunhei, nem mesmo as rixas partidárias detrás das linhas, mas a imediata reaparição nos círculos esquerdistas da atmosfera mental da Primeira Guerra Mundial. As próprias pessoas que por vinte anos haviam rido de sua própria superioridade para combater a histeria foram as que voltaram correndo para a miséria mental de 1915. Todas as familiares idiotices do período da guerra, caça a espiões, suspeita de ortodoxia (Suspeite, suspeite. Você é um bom antifascista?), a venda a varejo de inacreditáveis relatos de atrocidades, voltaram à moda como se os anos intermediários nunca tivessem existido.
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Quando examinamos os livros de memórias escritos sobre a guerra de 1914-18, notamos que quase todos os que continuaram legíveis após a passagem do tempo foram escritos de um ponto de vista negativo, passivo. São registros de algo totalmente inexpressivo, um pesadelo que ocorre num vazio. Não era a verdade exata acerca da guerra, mas a verdade acerca de uma reação individual. O soldado que avança em direção à linha de fogo das metralhadoras ou que permanece imerso até a cintura numa
trincheira inundada sabia apenas que aquela era uma experiência aterradora na qual estava praticamente impotente. O mais provável é que escrevesse um bom livro com base nessa impotência e ignorância do que um com base numa pretensa capacidade de enxergar todo o quadro em perspectiva. Quanto aos livros escritos durante a guerra, os melhores foram quase todos de pessoas que simplesmente viraram as costas e procuraram não notar que a guerra estava acontecendo.
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Que alívio deve ter sido em tal época ler sobre as hesitações de um intelectual de meia-idade com sinais de calvície. Tão diferente do exercício com baionetas! Depois das bombas, das filas para a ração e dos cartazes de recrutamento, uma
voz humana. Que alívio!
Mas, afinal, a guerra de 1914-18 foi apenas um momento mais grave de uma crise quase contínua. Nessa época, nem é necessária uma guerra para demonstrar a desintegração de nossa sociedade e a impotência cada vez maior de todas as pessoas honestas.
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Ao contrário da crença popular, o passado não foi mais rico de acontecimentos do que o presente. Se assim parece é porque, quando se olha para trás, fatos acontecidos de modo isolado num intervalo de anos se condensam, e pouquíssimas recordações nos ocorrem em estado verdadeiramente puro. Deve-se em grande parte a livros, filmes e memórias divulgados nesse ínterim a suposição de que a guerra de 1914-18 teve um extraordinário caráter épico que falta à atual.
Mas quem estava vivo durante aquela guerra, e desembaraçou suas recordações dos acréscimos posteriores, verificará que em geral os grandes acontecimentos da época não comoviam. Não creio que a Batalha do Marne, por exemplo, teve para o público o caráter melodramático que lhe conferiram depois. Nem sequer me lembro de ter ouvido a expressão "Batalha do Marne" até anos depois. Era só que os alemães estavam a uns trinta quilômetros de Paris - por certo isso era muito aterrorizante, após os relatos da atrocidade belga - e então, por algum motivo, recuaram. Eu tinha onze anos quando a guerra começou. Se estou realmente pondo em ordem minhas recordações e desconsiderando o que vim a saber desde então, devo admitir que nada em toda a guerra me tocou mais e de modo mais profundo do que a perda do Titanic anos antes. O desastre, comparativamente sem importância, chocou o mundo inteiro, e o choque ainda mal havia passado. Lembro-me dos terríveis e detalhados relatos lidos em voz alta à mesa durante o café da manhã (naquele tempo era costume ler jornais em voz alta) e de que, na extensa lista de horrores, o que mais me impressionou foi que no fim o Titanic de repente se aprumou e afundou primeiro com a proa, de maneira que as pessoas que se agarravam à popa foram erguidas nada menos do que novecentos metros no ar antes de imergir no abismo. Isso me provocou uma sensação de frio na barriga que sinto até hoje. Nada na guerra jamais me provocou esse tipo de sensação.
Da eclosão da guerra, guardo três lembranças vívidas que, por serem banais e irrelevantes, estão livres da influência de tudo o que ocorreu mais tarde. Uma é a do cartum do "Imperador alemão" (acho que o abominado nome "kaiser" só se popularizou pouco depois), publicado nos últimos dias de julho. As pessoas ficaram um tanto chocadas com essa caçoada da realeza ("Mas é um homem muito elegante, ora se é!"), embora estivéssemos à beira da guerra. Outra é a da época em que o Exército requisitou todos os cavalos de nossa cidadezinha interiorana e um taxista se desfez em lágrimas na feira livre quando lhe tomaram o cavalo, que trabalhara para ele anos a fio. E outra é a de um grupo de rapazes na estação ferroviária disputando os jornais da tarde que haviam acabado de chegar no trem de Londres. E me recordo das pilhas de jornais verde-claros (alguns ainda eram verdes naqueles dias), das golas altas, das calças justas e dos chapéus-coco bem mais do que me recordo dos nomes das terríveis batalhas que já estavam sendo travadas na fronteira francesa.
Dos anos intermediários da guerra, recordo-me principalmente dos ombros quadrados, das panturrilhas bojudas e das esporas tilintantes dos artilheiros, cujo uniforme eu preferia ao da infantaria. Quanto ao período final, se me pedirem para dizer com honestidade qual minha lembrança mais importante, devo simplesmente responder: margarina. É um caso ilustrativo do terrível egoísmo das crianças que, em 1917, a guerra quase tivesse deixado de nos afetar, exceto pelo estômago. Na biblioteca da escola um mapa enorme da Frente Ocidental estava pregado num cavalete, com um fio de seda vermelho esticado seguindo um ziguezague de percevejos. De vez em quando o fio era movido um centímetro para ali ou acolá, cada movimento representando uma pirâmide de cadáveres. Eu não prestava atenção. Estava numa escola de garotos acima do nível médio de inteligência e no entanto não me lembro de um único acontecimento importante da época que se nos apresentasse com seu verdadeiro significado. A Revolução Russa, por exemplo, não causou impressão, a não ser nos poucos cujos pais por acaso tinham dinheiro investido na Rússia. Entre os muito jovens, a reação pacifista se manifestara bem antes do fim da guerra. Ser negligente tanto quanto podíamos ousar ser nos desfiles da O.T.C. e não se interessar pela guerra era considerado um sinal de esclarecimento. Os jovens oficiais que retornaram, endurecidos pela terrível experiência e desgostosos com a atitude da geração mais nova, para quem a experiência nada significava, costumavam nos passar sermão por causa de nossa brandura. Claro que não conseguiam apresentar argumentos que fôssemos capazes de entender. Conseguiam apenas esbravejar que a guerra era "uma coisa boa", tornava-nos "duros", mantinha-nos "em forma", e assim por diante. Nós nos limitávamos a rir contidamente. Nosso pacifismo era caolho, típico de países protegidos por armadas fortes. Durante anos após a guerra, ter algum conhecimento de assuntos militares ou algum interesse neles, até mesmo saber de qual extremidade de uma arma o projétil sai, era suspeito em círculos "esclarecidos". A guerra de 1914-18 foi escrita ao correr da pena como uma chacina sem sentido, e até os homens chacinados de algum modo carregavam culpa. Ri muitas vezes ao pensar nos cartazes de recrutamento: "Papai, o que o senhor fez na Primeira Guerra Mundial?" (um menino faz essa pergunta ao pai envergonhado), e em todos os homens que devem ter sido atraídos pelo Exército só pelo cartaz e depois desdenhados pelos filhos por não terem sido Opositores Conscienciosos.
Mas os mortos, afinal, tiveram sua vingança. À medida que a guerra recuava no passado, minha geração específica, a dos "muito jovens", tornou-se consciente da vastidão da experiência que não teve. Nós nos sentíamos um pouco menos do que um homem por não a termos vivido. Passei os anos de 1922-27 em grande parte entre homens um pouco mais velhos do que eu que haviam participado da guerra. Eles falavam dela sem parar, com horror, é claro, mas também com uma nostalgia cada vez maior. Podemos ver essa nostalgia com bastante nitidez nos livros de guerra ingleses. Além disso, a reação pacifista foi apenas uma fase, e até os "muito jovens" haviam sido treinados para a guerra. A maioria da classe média inglesa é treinada para a guerra desde o berço, não tecnicamente, mas moralmente. O primeiro slogan político de que me lembro é: "Queremos oito (couraçados) e não vamos esperar." Aos sete anos, eu era membro da Liga Naval e usava um uniforme de marinheiro com "H.M.S. Invincible" gravado no gorro. Antes mesmo da escola secundária particular O.T.C., frequentei uma escola particular de cadetes. A partir dos dez anos, de vez em quando segurava um fuzil, preparando-me não só para a guerra, mas para um tipo especial de guerra, uma guerra em que as armas de fogo se erguem num orgasmo frenético de sons, na hora marcada saímos da trincheira, quebrando as unhas nos sacos de areia, damos passos falsos na lama e entramos na linha de fogo das metralhadoras. Estou convencido de que parte do motivo para o fascínio que a Guerra Civil Espanhola exerceu sobre as pessoas mais ou menos da minha idade foi que ela se assemelhava à Primeira Guerra Mundial. Em alguns momentos, Franco era capaz de juntar um número suficiente de aviões para elevar a guerra a um nível moderno, e esses momentos eram decisivos. Mas no mais era uma cópia ruim de 1914-18, uma guerra de posição de trincheiras, artilharia, ataques de surpresa, atiradores de elite, lama, arame farpado, piolhos e marasmo. No início de 1937, a parte dianteira de Aragão em que eu me encontrava devia ser bem parecida com um setor tranquilo na França em 1915. Só faltava a artilharia.
Trechos de Stravinsky - A Creative Spring: Russia And France, 1882-1934 (2002), de Stephen Walsh.
He [Stravinsky] had planned just such a trip to Kiev in the spring, but had apparently been forced to call it off. This time he must at all costs go, and not just for the books. His finances were becoming precarious. Diaghilev, as usual, was procrastinating over payments for The Nightingale, the lucrative Free Theatre deal had fallen through, and the Mariyinsky, even if they eventually took the opera, would be unlikely to pay an equivalent fee. Now there was talk of an Austrian war with Serbia, which would mean with Russia, and it was already two years since his brother-in-law had warned him that his Ukrainian bank deposits and mortgages were at risk from the political situation. It was high time - it might even be the last chance for some while - to investigate these dangers on the ground.
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[...] about politics. Stravinsky states that Germany is not a barbarous country; but decrepit and degenerate. He claims for Russia the role of beautiful and healthy barbarism, bursting with new seeds that will impregnate the world's thought. He reckons that after the war a revolution, already in preparation, will overturn the dynasty and found a United Slav States. Moreover, he partly attributes the cruelties of tsarism to German elements incorporated into Russia, which have gained control of the main wheels of government or the administration. The attitude of German intellectuals inspires in him a boundless mistrust. Hauptmann and Strauss, he says, have the souls of lackeys. He sings the praises of the old Russian civilization, unknown in the West, the artistic and literary monuments of the cities of the north and east.
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He had attacked the Wagnerian idea of the Gesamtkunstwerk, so dear to his World of Art collaborators. Music must be sovereign. "Suppress color! Color is too powerful... We should just keep lighting... gestures and rhythms."
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But though Stravinsky might feel distant from his old ballets and former colleagues, the colleagues had by no means abandoned him. Even before he had moved back down to Clarens, Diaghilev had wired from neutral Italy pressing him to come with Katya for a few days to Florence, where he and Massine had rented a villa. Diaghilev wanted, of course, to discuss a project.
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When Casella conducted the Italian premiere of Petrushka at a concert in the Augusteo the following day, mild audience protests were abruptly countered by Marinetti yelling provocatively, "Abasso Wagner! Viva Stravinsky!" [...] All the Italian futurists were present and saluted him noisily. [...] But the only eventual collaboration - to call it that - was in 1917 with the painter Giacomo Balla, from whom Diaghilev commissioned an elaborate, nonchoreographic light show to accompany a performance of Stravinsky's Fireworks.
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By 19 February, Stravinsky was back at Château d'Oex, in a physical and emotional world unbelievably remote from the hubbub of Rome and the intellectual fisticuffs of the futurists, Diaghilev, and the Russian emigration, to say nothing of the daily battles between the pro- and anti-interventionists on the Italian political scene. To some extent this division had been a part of his life since he first came to Paris in 1910. But the outbreak of war, and his own increasing preoccupation with a kind of virtual Russian ethnography, emphasized it to the point almost of caricature.
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It was probably in the late summer of 1915, soon after the move to the Villa Rogivue. Stravinsky had been seeing a good deal of Diaghilev at Ouchy and was well aware of the obstacles in the way of a Paris premiere for La Noces so long as the war continued, even though he told Stanley Wise in mid-August that he was still hopeful of a production the following May.
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You could hardly guess from any of these works that a terrible war was being fought not a hundred miles from the composer closeted in his turret overlooking the untroubled Lake Geneva. They are like messages from inside the whale, in Orwell's memorable phrase.
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Stravinsky was kept intermittently in touch with events in America by [Ernest] Ansermet. After a muted opening in New York, Firebird and Petrushka had enjoyed such a "colossal success" in Boston that Ansermet had the idea of approaching American publishers on the subject of the "easy" piano pieces, little guessing that Stravinsky's gratitude for this intervention would come in the form of a demand for twenty-five thousand Swiss francs as a fee for a package deal including an arrangement for instrumental ensemble as well as the four-hand and two-hand keyboard versions. Later, Ansermet explained that it had been essentially a succès d'estime. Americans were curious about this new Russian composer, particularly since the Flonzaley performances of the quartet pieces during the autumn and the publication of Carl Van Vechten's prophetically titled book Music After the Great War, with its graphic firsthand account of the Rite of Spring premiere. But he doubted that the ballets had been properly understood as music, despite (in New York) an orchestra that was "frankly worth any number of Lamoureux or Colonnes," with "the best tuba player in the world. If you heard him in Petrushka, you would weep for joy." America, he told the composer,
is a lout heap (more or less boche or Jewish in character). All dominated by German or Italian taste (in music!). Yet there is at the bottom of this immense country a forgotten or lost soul which has found its way into the incredible music you hear in cafes! And the absence of traditions has forced this people - in their towns, their bridges, their machines - to improvise splendidly and with genius. These two elements are very close to us; they are precisely what we like, and what your work has revealed in Europe. To free this country from the boche imprint, reveal it to itself, and teach it that it belongs with us - and at the same time to take on this wonderful field of activity - would be a fine dream.
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[Gerald] Tyrwhitt had to send on a packet of letters that the composer had left behind; and then, in May, a large box of cigarettes mysteriously turned up on his Rome doorstep with no addressee, but obviously, in Tyrwhitt's view, meant for Stravinsky, who had set up a private international grid for the supply of tobacco during the war years. Stravinsky had already had to employ Tyrwhitt's good offices to get the Picasso portrait sent to him in Switzerland in the diplomatic bag, after the Italian border police had insisted on regarding it as some kind of military plan when the composer tried to export it in person.
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Values and certainties were rapidly disintegrating in the face of war, exile, and heartless materialism.
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Neither [Charles-Ferdinand] Ramuz nor Stravinsky seems to have foreseen the administrative complications of putting on their own show: the problems of casting and coaching, of locating musicians good enough to play difficult modern music in wartime Switzerland, and of getting them all often enough into one place for adequate rehearsal.
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His own mother was still trapped in Petrograd; his brother Yury and his wife and daughters were heaven knew where; the other Nosenkos and Yelachiches might be scattered or scattering to the four corners of the globe. But here at least, in this little Vaudois town, they could re-create a distillation of the old Russia, an island of family warmth and solidarity in the ocean of war and revolution and social disintegration. It was something which Igor had always craved, something he needed for his work.
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The Soldier's Tale was a particularly sore point. He and Ramuz had worked hard on it for months only to see the performance run destroyed by [influenza] epidemic.
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What infuriated Stravinsky was that thanks to Diaghilev's (unpaid-for) exclusivity, the political situation, and the punitive copyright laws, he could earn nothing from what was by far his most popular work.
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Before the war Empress Eugenie's favorite resort had also attracted Russian visitors in substantial numbers; a large Orthodox church had been built there, and there was a sense of Russian community which intensified with the final exodus of Whites after the victory of the Bolsheviks in the civil war late in 1920.
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The philosopher Nicolas Berdyayev, exiled for his opposition to the Soviet policy of atheism, arrived in Berlin by the same route only a month or so before her [Anna Stravinsky]:
There were twenty-five of us [exiles], and, together with our families, about seventy-five. The boat (Oberbuergermeister Haken) for the voyage from Petersburg to Stettin was entirely occupied by our party. When we left Soviet waters behind us many had a feeling of being out of danger: until then no one was certain that we would not be sent back at the last minute. A new life was opening before us. We felt free; yet in me the sense of freedom was transfused by a sense of intense pain at parting, perhaps irrevocably, with my native land. The voyage across the Baltic was wonderful; the sea was calm and smooth; the sun beat down from an unclouded sky, and the nights were mild and starry. On arrival in Berlin we were met with courtesy and kindness by representatives of various German organisations... No Russian émigrés came to meet us.
Stravinsky may or may not have met Berdyayev in Berlin. But he did certainly meet another, younger Russian thinker of not wholly dissimilar views, who had recently arrived in Berlin via Turkey and Bulgaria: Pierre Souvtchinsky (Pyotr Suvchinsky). [...] After leaving Russia in 1920, Souvtchinsky had become involved with the nascent Eurasian movement in Sofia, and had co-published two books that effectively set out its agenda, Prince Trubetskoy's Yevropa i Chelovechestvo (Europe and Humanity) and a set of essays called Iskhod k Vostoku (Exodus to the East), two of which Souvtchinsky himself had written.
Many aspects of Eurasianism must have sounded echoes for Stravinsky of his own wartime attitudes as expounded to Romain Rolland that distant afternoon at Vevey in 1914, attitudes which were presumably common currency among the nervy and unwilling exiles of the first month or two of war.
Mais:
http://www.youtube.com/watch?v=BiH3vA7q0jo
http://www.amazon.com/Rites-Spring-Great-Birth-Modern/dp/0395937582
Trechos de A Era Dos Impérios (1987), de Eric Hobsbawm.
Não são apenas os poucos indivíduos ainda vivos com uma vinculação direta aos anos anteriores a 1914 que enfrentam o problema de como olhar a paisagem de sua zona nebulosa particular, mas também, de modo mais impessoal, todos os que vivem no mundo da década de 1980, na medida em que sua forma foi moldada pela era que nos levou à Primeira Guerra Mundial. Não quero dizer que o passado mais remoto não tenha significado para nós, mas que suas relações conosco são diferentes.
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A necessidade de algum tipo de perspectiva histórica é ainda mais urgente pelo fato de as pessoas do final do século XX ainda estarem, de fato, apaixonadamente envolvidas com o período que se encerrou em 1914, provavelmente porque agosto de 1914 é uma das "rupturas naturais" mais inegáveis da história. Foi sentido como o fim de uma era em seu tempo, e ainda o é. É bem possível rebater essa opinião insistindo-se na continuidade e nas situações inconclusas que se prolongaram através dos anos da Primeira Guerra Mundial. Afinal, a história não é como uma linha de ônibus em que todos - passageiros, motorista e cobrador - são substituídos quando chega ao ponto final. Não obstante, se há datas que obedecem a algo mais que à necessidade de periodização, agosto de 1914 é uma delas: foi considerada o marco do fim do mundo feito por e para a burguesia. Assinala o fim do "longo século XIX" com o qual os historiadores aprenderam a trabalhar.
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[...] autores ainda mais nostálgicos, porém intelectualmente mais sofisticados, que esperam provar que o paraíso perdido poderia não ter sido perdido, se não fosse por erros evitáveis ou acidentes impossíveis de prever, sem os quais não teria havido Guerra Mundial, Revolução Russa ou qualquer dos acontecimentos considerados responsáveis pela perda do mundo anterior a 1914.
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De meados dos anos 1890 à Grande Guerra, a orquestra econômica mundial tocou no tom maior da prosperidade, ao invés de, como até então, no tom menor da depressão. A afluência, baseada no boom econômico, constituía o pano de fundo do que ainda é conhecido no continente europeu como "a bela época" (belle époque).
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As economias modernas amplamente controladas, organizadas e dominadas pelo Estado foram produto da Primeira Guerra Mundial. Entre 1875 e 1914, a parcela dos crescentes produtos nacionais que os gastos públicos consumiam na maioria dos países líderes tendeu a se reduzir: e isto apesar do acentuado aumento dos gastos com os preparativos para a guerra.
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Deflagrada a guerra de 1914, o ministro do Interior francês nem se deu ao trabalho de mandar prender os revolucionários (principalmente anarquistas e anarcosindicalistas) e subversivos antimilitaristas tidos como perigosos para o Estado, embora a polícia houvesse, desde longa data, compilado uma lista precisamente com essa finalidade.
Se, contudo, a sociedade burguesa como um todo não se sentia ainda imediata e gravemente ameaçada (contrariamente ao que sucedeu nas décadas subsequentes a 1917), tampouco seus valores do século XIX e suas expectativas históricas haviam sido irremediavelmente solapados. Esperava-se que o comportamento civilizado, o império da lei e as instituições liberais levassem avante seu progresso secular. Restava ainda muita barbárie, especialmente (segundo os "respeitáveis") entre as ordens inferiores e, é claro, entre povos "não civilizados", mas felizmente já colonizados. Havia ainda Estados, mesmo na Europa, como o Império Otomano e o Czarista, onde bruxuleavam ou nem mesmo se acendiam as velas da razão. Todavia, os próprios escândalos que convulsionavam a opinião nacional e internacional indicavam quanto eram elevadas as expectativas de civilidade, no mundo burguês, em tempos de paz: Dreyfus; Ferrer; Zabern. Nós, situados em finais do século XX, podemos apenas considerar com melancólica incredulidade um período em que massacres, tais como os que diariamente ocorrem no mundo atual, eram tidos como monopólio de turcos e tribos selvagens.
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Embora os contemporâneos não soubessem o que viria depois, sentiam frequentemente, nesses últimos tempos que precederam a guerra, a sensação de que a terra tremia como sob os choques sísmicos que precedem os terremotos. Esses foram anos em que, sobre os hotéis Ritz e as casas de campo, pairavam no ar prenúncios de violência. Sublinhavam a instabilidade e a fragilidade da ordem política da belle époque.
Não os superestimemos tampouco. No que diz respeito aos países do âmago da sociedade burguesa, o que destruiu a estabilidade da belle époque, inclusive a sua paz, foi a situação da Rússia, do Império Habsburgo e dos Bálcãs, e não a da Europa ocidental ou mesmo a da Alemanha.
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É absolutamente inegável que a guerra de 1914, ao ser deflagrada, produziu explosões genuínas, embora curtas, de patriotismo de massas, nos principais países beligerantes. E nos Estados multinacionais, os movimentos operários organizados em toda a extensão do Estado lutaram e foram derrotados, numa ação de retaguarda contra a própria desintegração em movimentos separados, baseada nos operários de cada uma das nacionalidades. O movimento trabalhista e socialista do Império Habsburgo, portanto, desmoronou antes que o próprio império o fizesse.
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A propaganda doméstica de todos os beligerantes, com respeito à política de massas, demonstra em 1914 que o assunto a ser sublinhado não era a glória nem a conquista, mas o de "nós" sermos vítimas de agressão, ou de política agressiva, o de "eles" representarem uma ameaça mortal aos valores da liberdade e da civilização que "nós" representamos.
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As massas alemãs, francesas e inglesas, ao marchar para a guerra em 1914, o fizeram não como guerreiros e aventureiros, mas como cidadãos e civis. E este mesmo fato que, para governos que operam em sociedades democráticas, demonstra a necessidade do patriotismo e igualmente a sua força. Apenas o sentimento de que a causa do Estado era genuinamente a sua, poderia mobilizar com eficácia as massas: e em 1914 os ingleses, franceses e alemães sentiam isso. As massas permaneceram mobilizadas até que três anos de massacres sem paralelos e o exemplo da revolução na Rússia lhes ensinaram que haviam estado enganadas.
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Antes de 1914 a paz era o quadro normal e esperado das vidas europeias. Desde 1815 não houvera nenhuma guerra envolvendo as potências europeias. Desde 1871, nenhuma nação europeia ordenara a seus homens em armas que atirassem nos de qualquer outra nação similar. As grandes potências escolhiam suas vítimas no mundo fraco e não-europeu, embora às vezes calculassem mal a resistência de seus adversários: os boers deram aos britânicos muito mais trabalho que o esperado e os japoneses conquistaram seu lugar entre as grandes nações ao derrotar a Rússia em 1904-1905, surpreendentemente com poucos transtornos.
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A possibilidade de uma guerra generalizada na Europa fora, é claro, prevista, e preocupava não apenas os governos e as administrações, como também um público mais amplo. A partir do início da década de 1870, a ficção e a futurologia produziram, sobretudo na Grã-Bretanha e na França, sketches, geralmente não realistas, sobre uma futura guerra. Na década de 1880, Friedrich Engels já analisava as probabilidades de uma guerra mundial, enquanto o filósofo Nietzsche, louca porém profeticamente, saudou a militarização crescente da Europa e predisse uma guerra que "diria sim ao animal bárbaro, ou mesmo selvagem, que existe entre nós".
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E contudo sua deflagração não era realmente esperada. Nem durante os últimos dias da crise internacional - já irreversível - de julho de 1914, os estadistas, dando os passos fatais, acreditavam que realmente estivessem dando início a uma guerra mundial. Uma fórmula seria com certeza encontrada, como tantas vezes no passado. Os que se opunham à guerra também não podiam acreditar que a catástrofe há tanto tempo predita por eles chegara.
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Após a catástrofe maciça de 1914 e cada vez mais, os métodos da barbárie se tornaram parte integrante e esperada do mundo civilizado, tanto que encobriram os avanços contínuos e notáveis da tecnologia e da capacidade humana de produzir e inclusive as inegáveis melhorias na organização social humana em muitos lugares do mundo [...]. Mesmo se europeus morreram e fugiram aos milhões, os sobreviventes estavam se tornando mais numerosos, mais altos, mais sadios e viviam mais tempo. A maioria vivia melhor. Mas os motivos por que perdemos o hábito de pensar em nossa história como progresso são óbvios.
Trechos de A Desilusão Causada Pela Guerra (1915), de Sigmund Freud.
Apanhados no torvelinho desse tempo de guerra, informados de maneira unilateral, sem distanciamento das grandes mudanças que já ocorreram ou estão para ocorrer e sem noção do futuro que se configura, ficamos nós mesmos perdidos quanto ao significado das impressões que se abalam sobre nós e quanto ao valor dos julgamentos que formamos. Quer nos parecer que jamais um acontecimento destruiu tantos bens preciosos da humanidade, jamais confundiu tantas inteligências das mais lúcidas e degradou tão radicalmente o que era elevado. Até mesmo a ciência perdeu sua desapaixonada imparcialidade; profundamente exasperados, seus servidores buscam extrair-lhe armas, para dar contribuição à luta contra os inimigos. O antropólogo tem que declarar o adversário um ser inferior e degenerado, o psiquiatra tem que diagnosticar nele uma perturbação espiritual ou psíquica. Mas provavelmente sentimos o mal desse tempo com intensidade desmedida, não tendo o direito de compará-lo com aquele de tempos que não vivenciamos.
O indivíduo que não se tornou um combatente e, portanto, uma partícula da enorme máquina da guerra, sente-se perplexo quanto à sua orientação e inibido em sua capacidade de realização.
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Entre os fatores responsáveis pela miséria psíquica dos não combatentes, contra os quais é tão difícil eles lutarem, gostaria de destacar dois e de abordá-los aqui. Eles são: a desilusão provocada pela guerra e a diferente atitude ante a morte, à qual ela - como todas as guerras - nos obrigou.
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Estávamos então preparados para ver que ainda por longo tempo a humanidade estaria às voltas com guerras entre os povos primitivos e os civilizados, entre as raças que estão separadas pela cor da pele, e mesmo guerras contra ou em meio a nacionalidades europeias que pouco se desenvolveram ou que retrocederam culturalmente. Mas nós nos permitíamos outras esperanças. Esperávamos, das nações de raça branca que dominam o mundo, às quais coube a condução do gênero humano, sabidamente empenhadas no cultivo de interesses mundiais, e cujas criações incluem tanto os progressos técnicos no domínio da natureza como os valores culturais artísticos e científicos, desses povos esperávamos que soubessem resolver por outras vias as desinteligências e os conflitos de interesses. No interior de cada uma dessas nações haviam se estabelecido elevadas normas morais para o indivíduo, segundo as quais ele devia conformar sua vida, se quisesse fazer parte da comunidade civilizada. Tais prescrições, frequentemente severas demais, exigiam muito dele, uma enorme restrição de si mesmo, uma larga renúncia da satisfação instintual.
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Mesmo os grandes povos, podia-se pensar, haviam adquirido tamanha compreensão pelo que tinham em comum, e tanta tolerância por suas diferenças, que "estrangeiro" e "inimigo" não mais se fundiam numa única noção, como ainda ocorria na Antiguidade clássica.
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Não nos esqueçamos também que todo cidadão civilizado do mundo havia criado para si um "Parnaso" e uma "Escola de Atenas" especiais. Entre os grandes pensadores, poetas e artistas de todas as nações ele havia escolhido aqueles aos quais acreditava dever o melhor que obtivera em termos de fruição e compreensão da vida, e em sua veneração os havia posto junto aos antigos
imortais e aos familiares mestres de sua própria língua.
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A fruição da comunidade civilizada era ocasionalmente perturbada por vozes que advertiam que graças a antigas, tradicionais diferenças eram inevitáveis as guerras também entre os membros de tal comunidade. Não queríamos crer nisso, mas como imaginar uma guerra assim, caso ela viesse a ocorrer? Como uma oportunidade para mostrar o progresso no sentimento comunitário dos homens desde a época em que as anfictionias gregas proibiram que qualquer dos Estados pertencentes à liga fosse destruído, que suas oliveiras fossem abatidas e seu suprimento de água cortado. Como um prélio de cavaleiros, que se limitaria a estabelecer a superioridade de uma das partes, evitando ao máximo os sofrimentos maiores, que em nada contribuiriam para a decisão, poupando inteiramente os feridos, que deveriam deixar a luta, e os médicos e enfermeiros dedicados à recuperação daqueles. Naturalmente haveria respeito com a parcela não combatente da população.
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Uma tal guerra ainda comportaria bastantes horrores e coisas difíceis de suportar, mas não perturbaria o desenvolvimento das relações éticas entre esses grandes indivíduos da humanidade, os povos e Estados.
A guerra na qual não queríamos acreditar irrompeu, e trouxe... desilusão. Não é apenas mais sangrenta e devastadora do que guerras anteriores, devido ao poderoso aperfeiçoamento das armas de ataque e de defesa, mas pelo menos tão cruel, amargurada e impiedosa quanto qualquer uma que a precedeu. Ela transgride todos os limites que nos impusemos em tempos de paz, que havíamos chamado de Direito Internacional, não reconhece as prerrogativas dos feridos e dos médicos, a distinção entre a parte pacífica e a parte lutadora da população, nem os direitos de propriedade. Ela derruba o que se interpõe no seu caminho, em fúria cega, como se depois dela não devesse existir nem futuro nem paz entre os homens. Ela destrói todos os laços comunitários entre os povos que combatem uns aos outros, e ameaça deixar um legado de amargura que por longo tempo tornará impossível o restabelecimento dos mesmos.
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E até mesmo uma das grandes nações cultas é universalmente tão pouco estimada que se pode tentar excluí-la da comunidade
civilizada por ser "bárbara", embora há muito tenha demonstrado sua valia, por contribuições das mais formidáveis. Vivemos na esperança de que uma historiografia imparcial venha trazer a prova de que justamente essa nação, em cuja língua escrevemos, e para cuja vitória combatem os seres que amamos, tenha sido aquela que menos infringiu as leis da moralidade humana; mas quem pode, em tempos como esses, arvorar-se em juiz da própria causa?
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O cidadão individual pode verificar com horror, nessa guerra, o que eventualmente já lhe ocorria em tempo de paz: que o Estado proíbe ao indivíduo a prática da injustiça, não porque deseje acabar com ela, mas sim monopolizá-la, como fez com o sal e o tabaco.
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Tampouco é de surpreender que o afrouxamento das relações morais entre os "grandes indivíduos" da humanidade tenha tido repercussão na moralidade do indivíduo, pois nossa consciência não é o juiz inflexível pelo qual a têm os mestres da ética, é em sua origem "medo social" e nada mais. Quando a comunidade suspende a recriminação, também cessa a repressão dos apetites maus, e as pessoas cometem atos de crueldade, perfídia, traição e rudeza que pareceriam impossíveis, devido à incompatibilidade com seu grau de civilização.
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Na realidade não existe nenhuma "extirpação" do mal. A investigação psicológica - em sentido mais rigoroso, a psicanalítica - mostra, isto sim, que a essência mais profunda do homem consiste em impulsos instintuais de natureza elementar, que são iguais em todos os indivíduos e que objetivam a satisfação de certas necessidades originais.
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Das discussões precedentes retiramos o consolo de que era injustificada nossa amargura e dolorosa desilusão pela conduta incivilizada de nossos concidadãos do mundo nesta guerra. Fundava-se numa ilusão a que nos havíamos entregado. Na realidade eles não desceram tão baixo como receávamos, porque não tinham se elevado tanto como acreditávamos. O fato de os "grandes indivíduos" humanos, os povos e Estados, terem abandonado entre si as limitações morais, tornou-se para eles uma compreensível instigação a subtrair-se por um momento à duradoura pressão da cultura e permitir temporariamente satisfação a seus instintos refreados.
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A cegueira lógica que essa guerra, como que por magia, produziu justamente em muitos de nossos melhores cidadãos, é portanto um fenômeno secundário, uma consequência da excitação de afetos, destinada, assim esperamos, a desaparecer com ela.
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Tínhamos esperança, é verdade, de que a grande comunidade de interesses gerada pelo comércio e a produção representasse o início de uma tal coação, mas no momento os povos parecem obedecer muito mais a suas paixões do que a seus interesses. No máximo, utilizam-se dos interesses para racionalizar as paixões; colocam à frente os interesses para justificar a satisfação das paixões. Por que os povos-indivíduos de fato se menosprezam, se odeiam, se execram, e isso também em períodos de paz, cada nação fazendo o mesmo, é algo certamente enigmático. Eu não sei o que dizer sobre isso. É como se todas as conquistas
morais do indivíduo se apagassem quando se junta um bom número ou mesmo milhões de pessoas, e restassem apenas as atitudes mais primitivas, mais antigas e cruas. Talvez apenas desenvolvimentos por vir possam mudar algo nesse lamentável estado de coisas.
Mais:
http://docs.google.com/file/d/0BxwrrqPyqsnIMVRmQ2dOTXBuemM
Trechos de Fighting France: From Dunkerque To Belfort (1915), de Edith Wharton.
On the 30th of July, 1914, motoring north from Poitiers, we had lunched somewhere by the roadside under apple-trees on the edge of a field.
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It was sunset when we reached the gates of Paris. Under the heights of St. Cloud and Suresnes the reaches of the Seine trembled with the blue-pink lustre of an early Monet. The Bois lay about us in the stillness of a holiday evening, and the lawns of Bagatelle were as fresh as June.
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The great city, so made for peace and art and all humanest graces, seemed to lie by her river-side like a princess guarded by the watchful giant of the Eiffel Tower.
The next day the air was thundery with rumours. Nobody believed them, everybody repeated them. War? Of course there couldn't be war! The Cabinets, like naughty children, were again dangling their feet over the edge; but the whole incalculable weight of things-as-they-were, of the daily necessary business of living, continued calmly and convincingly to assert itself against the bandying of diplomatic words. Paris went on steadily about her mid-summer business of feeding, dressing, and amusing the great army of tourists who were the only invaders she had seen for nearly half a century.
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[We don't want war] But if war had to come, the country, and every heart in it, was ready.
At the dressmaker's, the next morning, the tired fitters were preparing to leave for their usual holiday. They looked pale and anxious - decidedly, there was a new weight of apprehension in the air. And in the rue Royale, at the corner of the Place de la Concorde, a few people had stopped to look at a little strip of white paper against the wall of the Ministere de la Marine. 'General mobilization' they read - and an armed nation knows what that means. But the group about the paper was small and quiet. Passers by read the notice and went on. There were no cheers, no gesticulations: the dramatic sense of the race had already told them that the event was too great to be dramatized. Like a monstrous landslide it had fallen across the path of an orderly laborious nation, disrupting its routine, annihilating its industries, rending families apart, and burying under a heap of senseless ruin the patiently and painfully wrought machinery of civilization...
That evening, in a restaurant of the rue Royale, we sat at a table in one of the open windows, abreast with the street, and saw the strange new crowds stream by. In an instant we were being shown what mobilization was - a huge break in the normal flow of traffic, like the sudden rupture of a dyke. The street was flooded by the torrent of people sweeping past us to the various railway stations. All were on foot, and carrying their luggage; for since dawn every cab and taxi and motor-omnibus had disappeared. The War Office had thrown out its drag-net and caught them all in. The crowd that passed our window was chiefly composed of conscripts, the mobilisables of the first day, who were on the way to the station accompanied by their families and friends; but among them were little clusters of bewildered tourists, labouring along with bags and bundles, and watching their luggage pushed before them on hand-carts - puzzled inarticulate waifs caught in the cross-tides racing to a maelstrom.
In the restaurant, the befrogged and red-coated band poured out patriotic music, and the intervals between the courses that so few waiters were left to serve were broken by the ever-recurring obligation to stand up for the Marseillaise, to stand up for God Save the King, to stand up for the Russian National Anthem, to stand up again for the Marseillaise. 'Et dire que ce sont des Hongrois qui jouent tout cela!' a humourist remarked from the pavement.
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Meanwhile it was strange to watch the gradual paralysis of the city. As the motors, taxis, cabs and vans had vanished from the streets, so the lively little steamers had left the Seine. The canal-boats too were gone, or lay motionless: loading and unloading had ceased. Every great architectural opening framed an emptiness; all the endless avenues stretched away to desert distances. In the parks and gardens no one raked the paths or trimmed the borders. The fountains slept in their basins, the worried sparrows fluttered unfed, and vague dogs, shaken out of their daily habits, roamed unquietly, looking for familiar eyes. Paris, so intensely conscious yet so strangely entranced, seemed to have had curare injected into all her veins.
The next day - the 2nd of August - from the terrace of the Hôtel de Crillon one looked down on a first faint stir of returning life. Now and then a taxi-cab or a private motor crossed the Place de la Concorde, carrying soldiers to the stations. Other conscripts, in detachments, tramped by on foot with bags and banners. One detachment stopped before the black-veiled statue of Strasbourg and laid a garland at her feet. In ordinary times this demonstration would at once have attracted a crowd; but at the very moment when it might have been expected to provoke a patriotic outburst it excited no more attention than if one of the soldiers had turned aside to give a penny to a beggar. The people crossing the square did not even stop to look. The meaning of this apparent indifference was obvious. When an armed nation mobilizes, everybody is busy, and busy in a definite and pressing way. It is not only the fighters that mobilize: those who stay behind must do the same. For each French household, for each individual man or woman in France, war means a complete reorganization of life. The detachment of conscripts, unnoticed, paid their tribute to the Cause and passed on...
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Italian, Roumanian, South American, North American, each [volunteer] headed by its national flag and hailed with cheering as it passed.
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Yet it was a mixed throng, made up of every class, from the scum of the Exterior Boulevards to the cream of the fashionable restaurants. These people, only two days ago, had been leading a thousand different lives, in indifference or in antagonism to each other, as alien as enemies across a frontier.
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[Martial law] In the first place, foreigners could not remain in France without satisfying the authorities as to their nationality and antecedents; and to do this necessitated repeated ineffective visits to chanceries, consulates and police stations, each too densely thronged with flustered applicants to permit the entrance of one more.
Meanwhile one's money was probable running short, and one must cable or telegraph for more. Ah - but cables and telegrams must be vises too - and even when they were, one got no guarantee that they would be sent!
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Within the first week over two thirds of the shops had closed - the greater number bearing on their shuttered windows the notice 'Pour cause de mobilisation,' which showed that the 'patron' and staff were at the front. But enough remained open to satisfy every ordinary want, and the closing of the others served to prove how much one could do without. Provisions were as cheap and plentiful as ever, though for a while it was easier to buy food than to have it cooked. The restaurants were closing rapidly, and one often had to wander a long way for a meal, and wait a longer time to get it. A few hotels still carried on a halting life, galvanized by an occasional inrush of travel from Belgium and Germany; but most of them had closed or were being hastily transformed into hospitals.
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War, the shrieking fury, had announced herself by a great wave of stillness. Never was desert hush more complete: the silence of a street is always so much deeper than the silence of wood or field.
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Such, after six months of war, are the nights of Paris; the days are less remarkable and less romantic.
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Many shops have reopened, a few theatres are tentatively producing patriotic drama or mixed programmes seasonal with sentiment and mirth, and the cinema again unrolls its eventful kilometres.
For a while, in September and October, the streets were made picturesque by the coming and going of English soldiery, and the aggressive flourish of British military motors. Then the fresh faces and smart uniforms disappeared.
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Men and women with sordid bundles on their backs, shuffling along hesitatingly in their tattered shoes, children dragging at their hands and tired-out babies pressed against their shoulders: the great army of the Refugees.
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What are the Parisians doing meanwhile? For one thing - and the sign is a good one - they are refilling the shops, and especially, of course, the great 'department stores.'
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Day by day the limping figures grow more numerous on the pavement, the pale bandaged heads more frequent in passing carriages. In the stalls at the theatres and concerts there are many uniforms; and their wearers usually have to wait till the hall is emptied before they hobble out on a supporting arm.
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The permission to visit a few ambulances and evacuation hospitals behind the lines gave me, at the end of February, my first sight of War.
At every bridge and railway-crossing a sentinel, standing in the middle of the road with lifted rifle, stopped the motor and examined our papers.
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Along the white road rippling away eastward over the dimpled country the army motors were pouring by in endless lines, broken now and then by the dark mass of a tramping regiment or the clatter of a train of artillery. In the intervals between these waves of military traffic we had the road to ourselves, except for the flashing past of despatch-bearers on motor-cycles and of hideously hooting little motors carrying goggled officers in goatskins and woollen helmets.
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The continual coming and going of alert and busy messengers, the riding up of officers (for some still ride!), the arrival of much-decorated military personages in luxurious motors, the hurrying to and fro of orderlies, the perpetual depleting and refilling of the long rows of grey vans across the square, the movements of Red Cross ambulances and the passing of detachments for the front, all these are sights that the pacific stranger could forever gape at.
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[emblems] The aviator's wings, the motorist's wheel, and many of the newer symbols, are easily recognizable - but there are all the other arms, and the doctors and the stretcher-bearers, the sappers and miners, and heaven knows how many more ramifications of this great host which is really all the nation.
We passed through more deserted villages, with soldiers lounging in the doors where old women should have sat with their distaffs, soldiers watering their horses in the village pond, soldiers cooking over gypsy fires in the farm-yards. In the patches of woodland along the road we came upon more soldiers, cutting down pine saplings, chopping them into even lengths and loading them on hand-carts, with the green boughs piled on top.
The country between Marne and Meuse is one of the regions on which German fury spent itself most bestially during the abominable September days. Half way between Chalons and Sainte Menehould we came on the first evidence of the invasion: the lamentable ruins of the village of Auve.
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We listened for a while to the jingle of telephones, the rat-tat of typewriters, the steady hum of dictation and the coming and going of hurried despatch-bearers and orderlies.
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The cannon were booming without a pause, and seemingly so near that it was bewildering to look out across empty fields at a hillside that seemed like any other. But luckily somebody had a field-glass, and with its help a little corner of the battle of Vauquois was suddenly brought close to us - the rush of French infantry up the slopes, the feathery drift of French gunsmoke lower down, and, high up, on the wooded crest along the sky, the red lightnings and white puffs of the German artillery. Rap, rap, rap, went the answering guns, as the troops swept up and disappeared into the fire-tongued wood; and we stood there dumbfounded at the accident of having stumbled on this visible episode of the great subterranean struggle.
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An orderly went to find the medecin-chef, and we waded after him through the mud to one after another of the cottages in which, with admirable ingenuity, he had managed to create out of next to nothing the indispensable requirements of a second-line ambulance: sterilizing and disinfecting appliances, a bandage-room, a pharmacy, a well-filled wood-shed, and a clean kitchen in which 'tisanes' were brewing over a cheerful fire.
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The church was without aisles, and down the nave stood four rows of wooden cots with brown blankets. In almost every one lay a soldier - the doctor's 'worst cases' - few of them wounded, the greater number stricken with fever, bronchitis, frost-bite, pleurisy, or some other form of trench-sickness too severe to permit of their being carried farther from the front.
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For a while the long Latin cadences sounded on through the church; but presently the cure took up in French the Canticle of the Sacred Heart, composed during the war of 1870, and the little congregation joined their trembling voices in the refrain:
Sauvez, sauvez la France,
Ne l'abandonnez pas!
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Every mile of the struggle has left its ghastly traces. The fields are full of wooden crosses which the ploughshare makes a circuit to avoid.
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Only one conical hill close by showed an odd artificial patterning, like the work of huge ants who had scarred it with criss-cross ridges. We were told that these were French trenches, but they looked much more like the harmless traces of a prehistoric camp.
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The chapel is also a war museum, and everything in it has something to do with the battle that took place among the wheat-fields. The candelabra on the altar are made of 'Seventy-five' shells, the Virgin's halo is composed of radiating bayonets, the walls are intricately adorned with German trophies and French relics, and on the ceiling the cure has had painted a kind of zodiacal chart of the whole region, in which Menil-sur-Belvitte's handful of houses figures as the central orb of the system, and Verdun, Nancy, Metz, and Belfort as its humble satellites.
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We heard the unmistakable Gr-r-r of an aeroplane and saw a Bird of Evil high up against the blue. Snap, snap, snap barked the mitrailleuse on the hill, the soldiers jumped from their wine and strained their eyes through the trees, and the Taube, finding itself the centre of so much attention, turned grey tail and swished away to the concealing clouds.
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Standing up in the car and looking back, we watched the river of war wind toward us. Cavalry, artillery, lancers, infantry, sappers and miners, trench-diggers, roadmakers, stretcher-bearers, they swept on as smoothly as if in holiday order.
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He [Admiral Ronarc'h] had just been distributing decorations to his fusiliers and territorials, and they were marching past him, flags flying and bugles playing.
Trechos de A Cripta Dos Capuchinhos (1938), de Joseph Roth.
Estávamos nas vésperas da Grande Guerra e dominava então uma onda de arrogância desdenhosa, um reconhecimento frívolo da chamada "decadência", um cansaço um tanto teatral e exagerado, um tédio sem razão. Nessa atmosfera vivi os melhores anos da minha vida.
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Só muito mais tarde, muito tempo depois da Grande Guerra, chamada "Guerra Mundial", justificadamente na minha opinião: e na verdade não por ter sido combatida por todo o mundo, mas por nós todos em consequência dela termos perdido um mundo, o nosso mundo. Só muito mais tarde, portanto, eu veria que até mesmo paisagens, campos, nações, raças, choupanas, cafés, de diferentes espécies e de diferentes proveniências devem se submeter à lei perfeitamente natural de um espírito forte, capaz de trazer o distante para perto, tornar o estrangeiro um parente e unir o que aparentemente se acha disperso.
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Meu primo Joseph Branco e seu amigo o cocheiro Manes Reisiger eram ambos soldados da reserva. Eles também teriam que se alistar. Na noite daquela sexta-feira em que o manifesto do Imperador fora afixado às paredes fui, como de hábito, ao cassino para jantar com os meus amigos do Nono dos Dragões. Não podia compreender o apetite deles, a habitual animação, nem a tola indiferença diante da ordem de marchar para Radziwillow, a nordeste da fronteira russa.
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Vai ser uma grande guerra, longa, e quem de nós três voltará, ninguém pode saber. Pela última vez sento-me aqui ao lado da minha mulher, diante da mesa da ceia de sexta-feira, diante das velas do sabat. Façamos uma digna despedida, meus amigos; tu, Branco, e o senhor! - E para uma despedida realmente digna decidimos, os três, ir ao bar do Jadlowker da fronteira.
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Eu me sentia então igualmente feliz na contemplação da doença que se anunciava pelo mundo, isto é, a Guerra Mundial. Podia também ao mesmo tempo dar curso livre a todos os meus sonhos febris que de outro modo teria reprimido.
Sentia-me tão liberado quanto ameaçado.
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- Agora é a guerra, mamãe - respondi eu - e vim para me despedir de você... E também para me casar com Elisabeth antes de partir.
- Para que casar - perguntou minha mãe -, já que de qualquer modo você tem que partir para a guerra?
Aqui também ela falava como as mães falam. Se ela tinha que deixar o seu filho, seu único filho ainda por cima, ir ao encontro da morte, pelo menos que fosse ela sozinha a entregá-lo à morte. Não queria repartir nem a posse, nem a perda com outra mulher.
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A colorida animação da cidade real, capital do país e sede do governo alimentava-se bem claramente - tantas vezes meu pai dissera isso - do trágico amor das regiões da Coroa pela Áustria: trágico, porque eternamente não correspondido. Os ciganos, os huzulos subcarpáticos, os cocheiros judeus da Galícia, os meus próprios parentes, os vendedores de castanhas assadas de Sipolje, os plantadores de tabaco suábios de Bacska, os criadores de cavalos das estepes, os otomanos de Sibersna, os da Bósnia e Herzegovina, os mercadores de cavalos de Hanakei na Morávia, os tecelões de Erzgebirg, os moleiros e negociantes de corais de Podólia.
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Apresentei-lhe logo o meu problema. Tentei também explicar por que queria ir para o Trinta e Cinco.
- Se ainda o encontrares! - disse Stellmacher. - Más notícias! Dois regimentos quase totalmente aniquilados em retirada catastrófica. Nossos chefes superidiotas nos prepararam bem! Mas tudo bem! Vai para lá, vê se encontras o teu Trinta e Cinco. Compra para ti duas estrelinhas. És transferido como tenente. Servus! Retirar! - Estendeu-me a mão sobre a escrivaninha.
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Numa madrugada, os russos caíram em cima de nós. E já não tínhamos tempo de nos entrincheirar.
Esta foi a histórica batalha de Krasne-Busk, na qual um terço do nosso regimento foi aniquilado e um segundo terço aprisionado.
Tornamo-nos assim também prisioneiros Joseph Branco, Manes Reisiger e eu. Desta forma, tão ingloriamente terminou nossa primeira batalha.
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Na véspera de Natal de 1918, eu estava de volta. O relógio da Estação Oeste indicava onze horas. Tomei a rua Maria Hilfe, uma chuva granulosa, neve gorada e triste, irmã do granizo caía obliquamente de um céu inclemente. O meu capote estava nu, tinham-lhe tirado as insígnias, a minha gola estava nua, tinham-lhe arrancado as estrelas. Eu mesmo estava nu. As pedras estavam nuas, os muros e os telhados também. Nus estavam os poucos lampiões. A chuva granulosa batia nos seus vidros foscos, como se o céu mandasse grãos de areia contra grandes bolas de gude miseráveis. Os capotes dos guardas diante dos edifícios públicos abanavam ao vento e as suas abas se enfunavam apesar de molhadas. As baionetas caladas não pareciam de verdade, e as espingardas pendiam oblíquas dos ombros dos soldados. Parecia que as espingardas quisessem se deitar para dormir, cansadas como nós de quatro anos de tiros. Não fiquei de modo algum espantado que os soldados não me saudassem; meu capote nu, a gola nua da minha túnica não obrigavam ninguém a isso. Não me rebelava. Era apenas deplorável. Era o fim. Pensei no velho sonho do meu pai, o de uma monarquia tríplice, sonho que ele me destinara a tornar real um dia. Meu pai jazia no Cemitério de Hietzinger e o Imperador Francisco José, de quem ele fora fiel desertor, na Cripta dos Capuchinhos.
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- Vá dormir! Boa-noite.
Beijei-lhe a mão, ela beijou-me a testa. Sim, essa era a minha mãe! Era como se nada tivesse acontecido, como se eu não estivesse acabando de chegar da guerra, como se o mundo não estivesse em ruínas, a Monarquia destruída, como se a nossa velha pátria com suas leis, costumes, usos, tendências, hábitos, virtudes, vícios múltiplos, incompreensíveis, mas inamovíveis, ainda existisse.
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- Do que é que você quer viver? O que você sabe fazer, aliás? Antes da guerra você era um jovem rico, de boa sociedade, isto é, daquela sociedade a que pertencia o meu Bubi. - Bubi era o meu cunhado, que eu não podia suportar. Tinha-me esquecido dele totalmente.
- Onde está ele? - perguntei.
- Morto! - Respondeu meu sogro. Ficou calado, e de um só trago esvaziou o copo. - Caiu em 1916 - acrescentou. Pela primeira vez ele me pareceu próximo e íntimo. - Portanto - continuou ele -, você nada possui e não tem profissão. Eu próprio sou conselheiro comercial e até ganhei título de nobreza. Mas agora isso nada significa. A intendência do exército ainda me deve muitos milhares. Não vai me pagar. Tenho apenas crédito e um pouco de dinheiro no banco.
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Ele virava-se para nós, deixava os cavalos trotarem à vontade por alguns minutos e contava toda espécie de histórias. O filho dele era estudante; voltara da guerra ativista comunista.
- Meu filho diz - falava o Senhor Xavier - que o capitalismo já passou. Já não me chama de pai. Chama-me Vossa Senhoria! Tem boa cabeça. Sabe tudo que ele quer. Dos meus cavalos nada entende.
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No outono recebemos uma visita inesperada: meu primo Joseph Branco. Veio pela manhã, exatamente como da primeira vez que nos encontramos e como se nada tivesse acontecido entrementes, como se não tivéssemos suportado uma guerra mundial, como se ele não tivesse estado com Manes e eu prisioneiros, junto a Baranovitsch e depois no campo; como se agora a nossa terra não estivesse aniquilada. Assim chegou ele, meu primo, o vendedor de castanhas assadas com suas castanhas, sua mula, de rosto queimado, no entanto, brilhando dourado como um sol. Como todos os anos, como se nada tivesse acontecido, chegara Joseph Branco para vender suas castanhas.
Tinha a barba grisalha emaranhada. Parecia o inverno representado nos primitivos livros de contos de fadas.
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Também naquela noite fui ao Café Lindhammer, e fiz de conta que não estava tão excitado como os outros. Pois eu me via há muito tempo, desde que voltara da guerra, como uma pessoa sem direito à vida. Tinha me habituado há muito tempo a contemplar nos jornais os acontecimentos chamados históricos com o olhar imparcial de alguém que já não pertencesse a esse mundo. Fora há multo tempo licenciado pela morte por prazo ilimitado! E ela, a morte, podia a qualquer momento interromper a minha licença. No que podiam me interessar ainda as coisas deste mundo?...
No entanto elas me preocupavam, especialmente naquela sexta-feira.